Page 69 - Un poco de dolor no daña a nadie
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con tristeza y me pidió que tuviera cuidado.


               —Ya ves lo que me pasó. No quiero que hagas nada, por fa.


               —¿Fue el ermitaño?


               —¡Claro que no! ¡Fue el fantasma del viejo!


               —¿Cómo sabes?


               —Traía la bufanda gris, la larga, casi arrastrándola por el suelo. Tal como dijo
               doña Tachuela. Apenas alcancé a verlo.


               Me quedé pensando, haciendo cuentas, recordando cómo habían sucedido las
               cosas. Estaba tan enojado, que arrugué el papelito que me habían dado como
               pase para entrar al hospital. De pronto, una enfermera entró en la habitación, y
               detrás de ella asomó la cabeza el papá de Mario. Salí. Me detuvo.


               —Oye, quiero decirte algo —volteó hacia el cuarto, para asegurarse de que su
               hijo no podía escuchar—: no le andes metiendo en la cabeza esas ideas estúpidas
               de fantasmas quebrantahuesos. ¿Entendiste?


               Me salpicó la cara con gotitas de saliva. Me limpié con el dorso de la mano y
               como que se ofendió. Pero no le contesté nada. Sabía lo que tenía que hacer.






               Al regresar a casa me encontré con Alejandra, muy triste y cabizbaja, sentada en
               su silla de ruedas. Me miró sin ánimo. Esperaba a su mamá, tal vez; no lo sé.
               Parecía llorar en silencio. Eso me hizo tomar una decisión: definitivamente no
               me iba a quedar con los brazos cruzados. Subí a mi depa. Yo sabía un truco para
               meterme por la ventana cuando mamá olvidaba las llaves en la casa. Lo había
               hecho varias veces y lo haría ahora en esta ocasión.


               Desde mi ventana alcancé a ver a otro vecino convaleciendo de sus heridas,
               cubierto de férulas de yeso y postrado en un sillón. Y mi tristeza creció. Mamá
               no estaba en casa. Tomé mi viejo bate de beisbol. Salí. Revisé el piso; no había
               canicas ni cáscaras de frutas, agua con jabón ni pelotas azules.


               Eran las siete. La noche cayó sobre la ciudad como una gran sombra. Subí hasta
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