Page 70 - Un poco de dolor no daña a nadie
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el tercer piso del módulo 3, donde vivía aquel viejo solitario. Llamé a la puerta.

               Mi corazón se movía, agitado. Nadie abría. Volví a llamar, ahora con más fuerza.
               Esperé. Nada. Traté de asomarme por la ventana. Estaba floja. Una idea cruzó
               por mi cabeza. Sí, meterme, averiguar de una buena vez hasta dónde el viejo
               marrullero estaba metido en estas trampas mortales. Verifiqué que no hubiera
               nadie cerca y me aproximé a la ventana. Hice palanca con el desarmador y la
               abrí. Aventé la mochila al interior y enseguida me deslicé dentro. Tiré unos
               tecolotes de hojalata. Cuando me puse de pie, miré a mi alrededor. Había una
               mesa sucia, con latas de sardinas y manchas amarillentas, llenas de grasa, con
               marcas grabadas con la punta de algo filoso. Aparté las latas. Leí:


               Solo el que sufre Sabe El corazón no siente Herminio.


               “¡Qué frase más extraña!”, pensé. Había botes de leche y frascos de mostaza
               regados por el suelo, encima de la alacena, sobre el fregadero, encima del refri;
               parecía que la comida de 10 años contenida en aquellos recipientes había dejado
               ese amontonamiento. Sobre una mesita se encontraban muchos plátanos sin
               cáscara, pudriéndose. Las gruesas cortinas apenas dejaban pasar la luz del
               pasillo. Una bufanda larga y gris colgaba de un clavo en la pared.


               De pronto, escuché un sonido metálico. Venía del cuarto del fondo, que tenía la
               puerta entreabierta. Un estrecho pasillo conducía a él. El golpeteo de metal
               aumentó. Caminé hacia allá. El cuarto estaba en penumbra. Empujé la puerta con
               el pie. Las bisagras parecieron lamentarse. Entré. Sobre la pared había un sinfín
               de objetos colgados. Levanté la cara. Eran artefactos de ortopedia, piernas
               postizas, fajas con cinturones especiales, muletas oxidadas, collarines, fierros
               para las rodillas, zapatos con accesorios de alambre, caretas. Vinieron a mi
               pensamiento todos los niños que habían sido víctimas de aquel hombre malvado.
               A mí no me iba a engañar: ¡qué fantasma ni qué ocho cuartos! Y aquel ruido que

               no cesaba. Pensé que el viejo esperaba agazapado en la oscuridad. Temblando,
               revisé el lugar, y al fin di con el origen del ruido. Una manopla ortopédica
               colgaba de la pared, cerca de una ventanita por donde se colaba el viento y este
               la movía. Exhalé cerrando los ojos.


               ¿Para qué querría el viejo aquellos aparatos? ¿Los coleccionaba? Abrí una
               vitrina; necesitaba encontrar cosas que lo incriminaran. De repente, me cayeron
               encima decenas de dentaduras postizas. Salté hacia atrás. Sobre mis tenis
               quedaron una o dos, y rápidamente las hice a un lado.
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