Page 71 - Un poco de dolor no daña a nadie
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—¡Qué asco! —me estremecí.


               Las dentaduras parecían sonreír burlonamente.


               Dentro de la vitrina encontré unas fotografías en sepia, viejas, viejísimas. En
               ellas aparecía un niño sentado en una silla de ruedas antigua. Era un niño muy
               flaco que apenas asomaba la cara, hundido en aquel artefacto rodante. Tomé otra.
               En esta estaba acompañado de un hombre muy parecido al viejo ermitaño. Tal
               vez era su papá. Una más: el niño llorando, sus piernas llenas de fierros,

               alambres y tornillos. ¿Quién era ese niño enfermo? Unas carcajadas lejanas me
               hicieron volver a la realidad. Apreté el pequeño bate. Jamás lo había usado para
               golpear a alguien pero no me quedaría como una mosca esperando a que me
               liquidara la araña.





               Caminé hacia el último cuarto. Giré el picaporte y entré. Las carcajadas se

               escucharon más fuertes. El ambiente era siniestro. Había telarañas y muchísimo
               polvo. De pronto, me sentí como un insecto. Al fondo, detrás de una cortina, se
               hallaba una persona sentada en una silla de ruedas, de espaldas, mirando un viejo
               televisor que parpadeaba. Tenía sobre sus rodillas ¡la pelota azul! Me acerqué.
               Mi corazón se sacudía en su sitio. A pesar de que apretaba el bate, mi mano
               temblaba. Pensé en Mario y de repente agarré valor. Di grandes pasos y llegué
               hasta allá. Le hablé:


               —¿Quién eres?


               No contestó. El televisor se carcajeaba estúpidamente.


               —Te estoy hablando —le dije al tiempo que lo empujaba por el hombro. La
               figura se desplomó hacia adelante. Salté de miedo. Era un esqueleto vestido con
               ropa de niño. ¿A qué mente loca se le puede ocurrir tener en su casa un esqueleto
               de niño? Me distrajo un ruido que provenía de la cocina. La vibración de un
               objeto metálico, como si alguien rayara el piso con él. Traté de esconderme y
               esperarlo. Apreté el bate. Me puse en guardia. La silueta del viejo se dibujó a
               contraluz. Nunca había utilizado un cuchillo para atacar a nadie, pero no iba a
               permitir que el malvado anciano me dañara. Se detuvo en el quicio de la puerta,
               asomó su calva huesuda y de su garganta brotó una voz cavernosa, nada parecida
               a la voz dulzona con que saludaba a los niños lesionados.
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