Page 72 - Un poco de dolor no daña a nadie
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—¿Por qué maltratas al pequeño Herminio, estúpido? —gritó. Llevaba un

               martillo en la mano derecha.

               —¿El pequeño Herminio? —contesté, titubeante, mirando los huesos tirados en
               el piso. ¡Aquel hombre sin duda había perdido varios tornillos!


               Se abalanzó sobre el esqueleto y lo levantó entre sus brazos, acariciando su
               cráneo amarillo. Lo miré atónito, sin dar crédito a lo que mis ojos registraban.
               Me hice a un lado, pegado a la pared, para alejarme de él. Me dieron ganas de

               salir corriendo, pero me aguanté. Yo estaba ahí para vengar a mi amigo Mario y
               no me quedaría con los brazos cruzados.

               —¡Es un cobarde! ¿Por qué le hizo eso a Mario?


               Volteó. Su mirada penetrante me atravesó. Se puso de pie. Acomodó el esqueleto
               sobre la silla de ruedas antigua. Arrastrando la pierna derecha y apretando el
               martillo, comenzó a acercarse, al tiempo que advertía:


               —Él ya tiene experiencia. Pronto se acostumbrará.


               —Es usted un maldito —le dije, mientras sentía que el enojo se adueñaba de mí.


               —Un poco de dolor no le hace mal a nadie. Es lo que necesitas para entender
               mejor la vida. Como la entendió mi hijo, que nunca pudo abandonar esa maldita
               silla, desde la cual vio pasar su infancia; ese potro deforme que parecía exhibirlo
               como fenómeno de circo —afirmó, y con el brazo libre señaló la silla.






               Aquel esqueleto era el de su hijo. Traté de ordenar mis pensamientos a pesar de
               la tensión que se respiraba en el ambiente. El viejo estaba obsesionado con que
               todos sufrieran lo que él había sufrido. Parecía empeñarse en que los niños que
               vivían en aquel conjunto habitacional padecieran lesiones en los huesos,
               semejantes a las que tuvo su hijo. Que no pudieran caminar, que no se movieran
               a gusto.


               Le pregunté:


               —¿Qué gana con eso, canalla?
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