Page 63 - Un poco de dolor no daña a nadie
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Durante los siguientes días estuvimos observando al viejito come sardinas. Cada

               vez que pasaba cerca de nosotros, sonreía de oreja a oreja. Subía con paso
               tembloroso, agarrándose con sus dedos huesudos del barandal y balanceando el
               cuerpo peligrosamente, al punto de que parecía que caería de espaldas por la
               escalera. Ni pensar que aquel costal de huesitos pudiera hacerle daño a alguien.
               ¡Apenas si podía con su alma!


               —¿Sabes ? Creo que la viejita se refería a otro anciano.


               —¿A otro?

               —Sí, a uno que no vive aquí.


               —Te estás volviendo loco tú también; se te está saliendo un tornillo.


               —Ya no vive.


               —¿Qué dices? ¡No te entiendo!


               —Ayer fui al cuarto de doña Tachuela. Llamé a la puerta para darle un regalo,
               una cajetilla de esos cigarrillos baratos, sus favoritos. Me hizo pasar y vi una
               foto de ella cuando estaba joven. Esta es la mía, pensé, y le dije que era muy
               bonita.


               —Pero si está más fea que un 5 en Mate, no la amueles…


               —Entonces se puso muy amable. Le pregunté, como no queriendo, y me contó
               del antiguo dueño de esta finca, don Melquíades, quien tras 75 años de vida se la
               dejó como herencia a su hijo, Miguel Melquiades. Y que también había heredado
               su enorme nariz. “ ‘Mi madre, que en paz descanse, me dijo que tenía aspecto de
               loco elegante porque usaba traje y una bufanda larga y gris. Era un sujeto de
               mirada dura que siempre estaba masticando algo entre sus dientes postizos; los
               inquilinos que lo conocieron pensaban que tal vez su propia lengua. Era un señor
               solitario y la amargura le corría por las venas, porque detestaba a la gente, y con
               más ganas a los niños’, me dijo de un tirón doña Tachuela.


               “Por eso el propietario nunca admitió familias con niños: sentía un particular
               desprecio por ellos. Pero un día su propio corazón se hartó de tragar tanta sangre
               amarga, decidió detenerse y el viejo, que parecía condenado a ser inmortal,
               murió”, terminé de contarle a Mario, quien me miraba boquiabierto.
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