Page 60 - Un poco de dolor no daña a nadie
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Nos quedamos con ella hasta que llegaron los paramédicos y lo subieron a la

               ambulancia.

               Al día siguiente la vida volvió a la normalidad: doña Tachuela barrió con
               demasiada fuerza la entrada de su casa, levantando una polvareda; la pareja de

               franceses que vive en el 11 no desató sus miradas; mi mamá gritó desde el
               segundo piso que le ayudara a tender la ropa mojada en la azotea.

               Mario y yo nos hicimos cada vez más amigos. Me caía muy bien. Era muy

               alegre, muy ingenioso y a todo le sacaba gracia. No era aplicado y nunca traía un
               peso encima, pero era capaz de ser feliz con su patrimonio, el cual cabía en el
               bolsillo de su pantalón: un trompo, un tirador, un toma-todo y un chicle de
               tuttifruti.


               Sí: todo era normal hasta el fin de semana, cuando el silencio que crecía como
               una mancha se rompió con un grito desgarrado.


               —¡Chin! —pensamos—. Ya se partió la cara otro.

               Corrimos, y Mario iba al parejo. Por las escaleras venía bajando lentamente una
               pelota de plástico que pareció brincar hacia mis manos y se quedó quieta entre

               ellas. Esta vez fue en el módulo 2. Justamente al dar vuelta en la escalera, en el
               punto en que doblaba hacia el tercer piso, encontramos al Tomate, un niño
               gordo, cachetón y colorado, con la cara metida entre las piernas y una mano
               alrededor del cuello. Hubiera asegurado que era un contorsionista exhibiendo su
               torcido espectáculo, de no haber sido por sus sollozos lastimeros. Mario sabía
               que el chico vivía en el último departamento del segundo piso, el 6. Corrí a
               avisarle a su mamá. Al rato se juntó una multitud a su alrededor. La mamá no
               cesaba de llorar, mientras abrazaba al pelirrojo. Llegaron los paramédicos de la
               Cruz Roja y lo entablillaron. Se había fracturado la pierna izquierda. La tibia y el
               peroné, dijeron, y me pareció que hablaban de los ingredientes de una pizza,
               pero creo que más bien se referían a unos huesos que tenemos en las piernas.
               ¡Ah pa’nombrecitos!


               —Esta pelota es de ustedes, ¿verdad? —preguntó con dureza la mamá, a quien le
               salía fuego por los ojos. Me hice a un lado para que no me calcinara.


               —¡No! En mi vida la había visto. Tal vez se resbaló con ella, pero de seguro es
               de otro niño.
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