Page 59 - Un poco de dolor no daña a nadie
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canas, con los cuales compartía una estrecha morada donde se concentraban los
olores felinos. Por ello se había ganado el odio de los demás huéspedes.
En el otro módulo, pero debajo de las escaleras, en un cuarto diminuto, residía
una señora llamada Natasha, a quien sus allegados le decían Tacha, pero que
entre nosotros fue rebautizada como Tachuela, porque era chaparrita y gorda. Era
malhumorada y siempre ostentaba un gesto antipático que cortaba de inmediato
cualquier intento de comunicación con ella. En el resto de los depas vivían
parejas dedicadas a trabajar y a encerrarse a piedra y lodo en sus casas.
Yo me daba cuenta de todo porque desde el día en que llegamos a vivir aquí,
hace como un año, nos enterábamos de la vida de estas personas mientras
jugábamos tiritos a gol todas las tardes en la entrada, cuando no había gente,
junto con Mario, que renquea de una pierna y usa una muleta. Él era mi mejor
amigo; bueno, mejor dicho: el único amigo que tenía, no solo en el edificio, sino
en toda la ciudad. A pesar de que no caminaba muy bien, era muy ágil y me
metía unos golazos; no sé de dónde sacaba tanta fuerza para patear el balón así.
¡Canijo! Un martes en la tarde, cuando estábamos jugando, de pronto cayó una
pelota azul de plástico desde el segundo o el tercer piso, o desde la azotea. La
tomé y, mirando hacia arriba —donde no había ni rastro de nadie—, grité:
—¡Ey!, ¿de quién es esta pelota? —pero nadie contestó. Le di una patada y la
mandé hasta la azotea.
El miércoles, como a eso de las cinco, de repente escuchamos llorar a un niño.
No era un llanto común y corriente, como cuando un papá se niega a comprarle
al niño algún antojo y este protesta derramando algunas lágrimas. Volteamos
hacia arriba. Cruzamos miradas. Decidimos subir. Encontramos al niño que no le
habla a nadie, el que vive en el 4, tirado en el descanso. Había rodado por la
escalera y se había roto el brazo derecho. Lo supimos porque le colgaba como un
trozo de carne sin sostén. Mario le levantó la cabeza y la colocó sobre su muslo.
Yo corrí a su casa a avisar. Al subir los escalones, encontré al culpable: una
cáscara de plátano pisada que yacía cerca de la pared. Su mamá salió muy
asustada cuando le dije, y casi se fue de boca por la escalera al ver su hijo tirado,
llorando, porque se puso a gritar:
—¡Teodoro! ¿Qué pasó, mi rey?, ¿te caíste? ¿Estás bien? ¡Oh, mi cielo!