Page 49 - Un poco de dolor no daña a nadie
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más opción.
—Mejor no. Vámonos.
—No te vas a ir sino hasta que tenga ese teléfono.
Desenredó el alambre que impedía mover la puerta. Lo hizo con el pulso
tembloroso, y al terminar trató de alejarse. Sergio lo empujó un poco. La puerta
rechinó como si no se hubiera abierto en años. El golpe de aquel hedor era
infame, insoportable. La luz iluminó el piso, salpicado de excremento, orina y
manchas oscuras. En el rincón de la pared paralela a la puerta se encontraba
Dago. Tenía entre las manos el pequeño artefacto y lo exploraba. Parecía un
cerdo humano. No despegaba le despegaba los ojos. Sergio le gritó:
—¡Dámelo!
El otro no le hizo el menor caso. Luego miró a Rubén, que estaba desesperado
por marcharse. Sus ojos brincaban de un lado al otro.
—¡Dámelo! —repitió.
El cautivo parecía no escucharlo. Venciendo el asco que le producía acercarse y
tener contacto con él, se le echó encima, tratando de quitárselo. Un gruñido
mezclado con un grito seco salió de la garganta de aquel ser cuando Sergio se
aproximó demasiado. Rubén aprovechó para correr y escapar, sin importarle la
suerte de su amigo. En su carrera dejó abierta la puerta trasera que daba al patio
y se lastimó la rodilla al golpearse con una cubeta de aluminio. No le importó;
tampoco que Sergio no le pagara lo que le debía por ver aquella extraña criatura.
Media hora más tarde, la anciana regresó a casa. Sintió frío. Se dirigió hacia la
cocina y dejó encima de la mesa los dos kilos de vísceras que solía comprar para
alimentar a Dago: hígado, pulmones y tripas, envueltos en papel estraza. La
sangre aún manaba de aquellas entrañas. Volvió a sentir frío. Notó que la puerta
del fondo estaba abierta. Fue a cerrarla, pero al caminar por el pasillo sintió algo
raro. Había una línea roja y ancha en el piso. Vio la puerta de Dago abierta y se
apresuró para ver qué estaba sucediendo.
—¿Dago?