Page 44 - Un poco de dolor no daña a nadie
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escenario perfecto para una serie de terror de esas en que matan a los niños que
se van de pinta. Le gustaba la idea.
Y el día en que escuchó aquel ruido extraño que provenía del fondo de la casa,
como si la oscuridad misma hubiera rugido o emitido un gruñido deforme, los
pelos se le erizaron durante algunos segundos y casi le arrancan la piel. Se quedó
quieto, inmóvil frente al refrigerador. La anciana se le quedó mirando y le
preguntó con tranquilidad:
—¿Tienes miedo? —Esbozó una siniestra y torcida sonrisa amarillenta—. Ja, ja,
ja; no te preocupes: es la secadora, que está más vieja que yo. Parece que hace
gárgaras. Ya vete. Mucho ayuda el que no estorba —y le dio cinco pesos.
Pero la curiosidad creció. Y pudo saciarla una tarde en que la mujer lo dejó en la
cocina, guardando los hígados gelatinosos y los ojos de res en el congelador.
¿Cómo podía comer esas carnes asquerosas? Solo de pensarlo sentía ganas de
vomitar. Cuando ella entró al baño, decidió ir hacia el cuarto del fondo. E hizo el
hallazgo.
Ahora estaba ahí, cerciorándose de que no hubiera moros en la costa para meter
a sus compañeros de escuela hasta el último rincón de la casa y mostrarles lo que
otros ojos humanos jamás habían visto.
—Sé que no es poco lo que les pido, pero nadie ha visto lo que ustedes verán.
No se van a arrepentir, así que no se quejen.
Cruzaron la malla de alambre y llegaron al patio trasero. El suelo era de tierra
árida y solo florecían las piedras. Sobre el lavadero había algunas cubetas
apestosas que quizá servían de retrete. Las moscas daban vueltas enloquecidas
alrededor de ellas, saboreando los restos de un manjar. Rocío frunció el ceño y
quiso regresar, pero Guille se lo impidió.
—¡Cómo apesta a drenaje! —se quejó Sergio.
Rubén se asomó, acercando la cara a la malla cuadriculada, y haciendo un
movimiento circular abrió la puerta. Se volvió hacia los demás, animándolos:
—¡Vamos!
Entraron. Con la mano derecha les indicó que se callaran. Recorrió un pasillo