Page 79 - Un poco de dolor no daña a nadie
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HOSPITAL
AVENTARON las mochilas y enseguida saltaron detrás de ellas. Rubén lo hizo
con facilidad. Miguel no. Su notorio sobrepeso convertía cualquier ejercicio
físico en un suplicio. Una vez fuera de la escuela, caminaron con calma por la
acera, procurando que no los viera la prefecta o algún profesor. Sabían que si los
atrapaban fuera del plantel a deshoras, corrían el riesgo de ser expulsados.
Pronto alcanzaron la arboleda del parque y allí se sintieron más tranquilos, pues
los matorrales y los árboles disimulaban mejor su presencia. Alzaron las manos
derechas y golpearon sus palmas en señal de victoria.
—Juntos más allá del infinito —afirmó Rubén. Por tercera vez en lo que iba del
mes, habían logrado irse de pinta, librarse de las aburridas clases del profe
Olegario, que impartía Formación Cívica y Ética, y de la tortura sistemática de
Mayagoitia y sus elucubraciones matemáticas. Siempre era mejor escuchar con
audífonos el álbum completo de Moderatto o pasar las horas jugando a las
maquinitas en la tienda de abarrotes de doña Tencha.
—No sé para qué inventaron las escuelas —dijo Rubén, mientras le tiraba una
pedrada a una botella de vidrio que yacía sobre la hierba seca.
—¿Cómo que para qué? ¡Pues para que no haya burros como tú!
—¡No te pases porque te tundo, gordo! —advirtió, acompañando las palabras de
algunos golpes a la cabeza de Miguel. Aprovechando que este intentaba ponerse
en guardia contra el ataque, trató de revisarle los bolsillos. Le sacó un billete de
veinte pesos y exclamó—: Con esto completo. Presta pa’la orquesta.
—Épale: ese dinero no es mío. Es de un encargo de mi jefa.
—No, no, no: este dinero es para abastecernos de tabaco. Ven, vamos a un Oxxo.
Ahí no ponen peros.
—Pero yo me voy a fumar cuando menos la mitad.