Page 80 - Un poco de dolor no daña a nadie
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—Ya vas. Cuídame la mochila; deja que me ponga el suéter.


               Compraron una cajetilla y una caja de fósforos. Rubén las guardó. Después
               enfilaron hacia el centro de la ciudad. Una patrulla de la policía pasó por el otro
               lado del boulevard y ellos se metieron en una cafetería para evitar problemas.


               —Vamos a la casa vieja, ¿no?


               —Si no hay más remedio. ¿Qué te digo?






               La casa vieja era un edificio perteneciente a la antigua colonia americana creada
               por Benjamin Johnston, el fundador de la fábrica de azúcar, que funcionó
               durante toda una época como el hospital de cabecera de la Sugar Company. Se
               hallaba justo en los límites del centro de la ciudad, y aunque era una
               construcción de dos plantas con paredes de ladrillo desnudo y ventanas de
               madera selladas con tela mosquitera, se destacaba de la mayoría de las otras
               edificaciones en gran medida por su extraña arquitectura y en parte porque una
               sombra la perseguía. Corría la leyenda de que su director, el doctor Adolfo
               Chapman —un hombre con calvicie prematura, que usaba anteojos redondos y

               bastón— tenía muy mal genio y era un solitario contumaz. Pero tenía una
               curiosidad científica que desbordaba la razón y lo impulsaba a realizar
               experimentos muy atrevidos para su época. Cuando el ingenio azucarero pasó a
               ser propiedad de administradores nacionales, mecánicos, ingenieros, secretarias,
               químicos, enfermeras y propietarios norteamericanos regresaron a su país, y con
               ellos tal vez el doctor Chapman. El hospital quedó abandonado. Los nuevos
               sindicalistas que tomaron la conducción de la empresa despreciaban las
               instalaciones de la colonia americana, porque para ellos eran símbolo de la
               opresión yanqui. Así, poco a poco el hospital fue devorado por la maleza,
               cubierto por progresivas capas de hojarasca, sus partes de madera comidas por
               las termitas; las vigas que sostenían los techos se desplomaron por falta de
               mantenimiento, y el polvo fue la huella tácita de que el abandono había hecho lo
               suyo. Nadie entraba ahí ya. Ninguna autoridad había tenido hasta entonces la
               voluntad de rescatarlo. Las ratas, las ardillas, los murciélagos y las cucarachas
               eran sus nuevos dueños.






               —Por aquí —indicó Rubén, levantando una orilla de la cerca de alambre. Tuvo
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