Page 85 - Un poco de dolor no daña a nadie
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—Muévete, no te quedes ahí como estatua. Vamos a ver qué podemos llevarnos.
—Aquí no ha entrado nadie en años —insistió Miguel, y avanzó, tratando de no
despegarse demasiado de su amigo. No quería quedarse atrás, lejos de la lumbre,
acosado por la oscuridad.
—Esto puede servir —levantó un bisturí, unas pinzas de metal y unas tijeras. Las
colocó encima de una toalla para envolverlas al salir—. Guarda algo —le indicó.
Miguel se metió en el bolsillo trasero algunos utensilios. Rubén bajó la antorcha,
que no tardaría más de tres o cuatro minutos en consumirse, y buscó entre unas
cajas de madera algo de valor. No halló nada. Solo trastes y más tubos de
ensayo.
En ese momento se escuchó un chirrido. Los dos voltearon hacia el estante
situado en la pared del fondo y, moviendo la tea hacia delante, distinguieron una
rata entre los frascos de vidrio.
—Hay ratas —aseveró Miguel. Fueron hacia allá y observaron que los frascos de
diferentes tamaños contenían órganos y seres que los asombraron. En algunos,
fetos, en otros un cerebro, una mano de chimpancé, un hígado de origen
desconocido, tres dentaduras, una cabeza de perro, un par de ojos con todo y
raíz, un pie humano, un corazón y otros órganos.
—¡Ay, canijo! Esto parece el laboratorio del doctor Frankenstein —exclamó
Miguel—. Vámonos. Se me puso la carne de gallina.
Rubén acercó la llama a un frasco más grande y descubrió que contenía una
cabeza de mujer con los ojos desorbitados. Parecían ojos de batracio.
—Me da miedo. Mejor vámonos —suplicó de nuevo.
—No seas llorón. Mira: de aquel lado hay más cosas.
Un esqueleto humano colgaba de una cadena y a su derecha había otra osamenta,
pero de algún tipo de simio. Frente a ellos aguardaban cuatro puertas. El
ambiente en ese rincón olía a podrido, a comida fermentada, a excremento.
Rubén se acercó. Cada puerta tenía un candado herrumbroso y una ventanilla
con barrotes pequeños. Levantó la antorcha para fisgonear en el interior y
alcanzó a ver que se hallaba en pésimas condiciones.