Page 90 - Un poco de dolor no daña a nadie
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Cruzó la avenida y vio los árboles que aguardaban en medio del camellón. Las
gotas caían sobre su ropa. Miró la entrada apenas iluminada.
No le gustaba aquel barrio. En otra época fue un espacio para la clase media,
pero con el transcurso del tiempo se convirtió en una zona comercial dominada
por comercios orientales y vendedores ambulantes.
Tenía la mala fama de que, al caer la noche, sus calles se convertían en sitios
preferidos por delincuentes de baja estofa que asaltaban a los transeúntes o
robaban piezas de los autos estacionados en la zona.
Llegó hasta el umbral de la estación del Metro. Durante un instante dudó en
bajar o regresar. No le quedaba más opción que descender por la escalinata.
El pasamanos estaba enmohecido; la pared, signada con algunos grafitis escritos
a punta de spray. El piso, cubierto de manchas y, en algunas partes, lleno de
grietas.
Bajó tres niveles. A esta hora había muy poca afluencia de usuarios. Eran casi las
once de la noche, la hora en que se cerraban las puertas y se suspendía el
servicio.
Compró un boleto en la máquina y lo insertó en otra máquina que devoraba los
boletos para permitir el acceso a los andenes. Cruzó la última aduana. Sus pasos
resonaban solitarios.
Bajó los escalones finales y se detuvo en el pasillo central. A primera vista no
había nadie en aquel lugar. En la pared principal, una chica sonreía anunciando
un nuevo enjuague bucal.
Las bancas sin respaldos estaban tan deterioradas como la pintura beige de las
paredes. El reloj marcaba las 10 con 22 minutos. Miró hacia el túnel por el que
aparecería el tren en dirección al norte, hacia la estación Francisco Villa.
La bocaza del túnel se hallaba completamente oscura. Había demasiado silencio.
No identificó la menor señal de que se aproximara el tren. Se recargó contra la
pared para esperar.
Miró hacia el techo. Una parte de este se había desprendido y dejaba ver un
hueco de dos metros de diámetro por donde asomaban las entrañas de la