Page 87 - Un poco de dolor no daña a nadie
P. 87
barriga con la orilla de una mesa, al tiempo que escuchaba las sílabas de agonía
de Rubén. Identificó el rechinido de otra puerta que se abría. Después un chillido
agudo por la zona de la escalera. Se tiró al piso. Metió la mano en el bolsillo
trasero y asió un bisturí. No sería una presa fácil. Gateando, a tientas, se refugió
debajo de un estante. No tenía fósforos para guiarse y salir de aquella cavidad
despreciable. Empezó a sudar con mayor intensidad. Sollozaba, pero pensando
que podía llamar la atención, se obligó a callar.
Se maldijo por haber aceptado venir a la casa vieja.
Algo caminó hacia él. La criatura se detuvo a su lado. A pesar de que no la veía,
sintió que no era humana; respiraba con violencia y de su cuerpo emanaba un
olor fétido. Se abrieron dos puertas más. Luego escuchó el eco de pasos que se
aproximaban. Cerró los ojos y no pudo aguantar más; empezó a llorar. Como si
las lágrimas pudieran despertar la compasión de aquellos seres de naturaleza
desconocida. Un dedo huesudo le tocó la frente y descendió por su nariz hasta
tocarle los labios. Miguel estaba aterrado. El dedo entró en su boca y se hundió
en ella, acariciándole la lengua. La saliva le supo amarguísima. Le dieron ganas
de vomitar. Quiso gritar, pero le faltó aire.
Un golpe en el suelo hizo que todo gruñido y chillido cesara. El silencio se
adueñó del ambiente durante uno o dos segundos. Y sobre ese silencio dócil
apareció un sonido único: el andar titubeante de alguien que se acercaba y el
choque rítmico de un bastón sobre el piso. Miguel supo quién era. Ni siquiera
trató de gritar; nadie lo escucharía. Supo que sus ojos mirarían el futuro desde el
interior de un frasco lleno de alcohol, y entonces dejó que sus lágrimas corrieran
con toda libertad.