Page 92 - Un poco de dolor no daña a nadie
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Necesitaba un respiro. Se sentó en la banca de metal. Sacó un cigarrillo y antes

               de encenderlo volteó a ambos lados, esperando que no hubiera algún vigilante
               que le llamara la atención porque estaba prohibido fumar en esa área.

               Por cuarta vez se llevó el cigarrillo a la boca e inhaló el humo. Anheló una

               sensación de confort que el tabaco no podía darle. Volvió a mirar hacia el fondo
               del túnel, por donde llegaría el ansiado tren, pero nada. “Maldita sea”, se quejó
               en voz alta.


               De pronto, sintió otra presencia extraña. Giró la cabeza con rapidez. Detrás de él,
               a unos cuantos pasos, se hallaba una mujer. Llevaba puesto un vestido gris y
               calzaba unas sandalias negras. El reloj marcaba las 10:42:18.


               No tendría más de treinta años. Se le acercó y le preguntó, con voz temblorosa:

               —¿Ha visto a mi niño?


               —No, señora —respondió, desconcertado—. Solo pasó un hombre que parecía
               un mendigo.


               —Sí, bajó por la escalera. Por aquí debe estar —agregó, y siguió buscándolo a lo
               largo del andén.


               Pensó en lo peligroso que sería que el niño vagara sin rumbo por el subterráneo.
               Corría el peligro de caer a las vías y morir electrocutado o bajo el impacto del
               tren, que se desplazaba a gran velocidad.


               Pero tal vez aquella mujer solo era otra loca que deambulaba por ese lugar.
               Hacía años que no se subía al Metro, y le dio la sensación de que se estaba
               llenando de locos y vagabundos.


               La mujer se asomó a las vías, y al no encontrar nada, se encaminó hacia los
               pilares y se perdió de vista mientras el silencio devoraba sus pasos.


               Había una gran tensión en el ambiente. Miró hacia el túnel del sur y de nuevo
               echó un vistazo al reloj. Las 10:49:36. Si el tren no llegaba en menos de 10
               minutos, se quedaría varado. Sabía que los vagones —de seguro vacíos—
               tendrían que hacer una parada obligatoria. Al menos eso quería creer.


               —¡Qué friega! —exclamó, al tiempo que golpeaba su palma izquierda con el
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