Page 91 - Un poco de dolor no daña a nadie
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construcción. Se le ocurrió que tal vez ahí anidaban murciélagos.
Pasaron cinco minutos. Nadie a la vista. Comenzó a embargarlo cierto
nerviosismo. Escuchó pasos. Del lado derecho se proyectó una sombra.
Pertenecía a un hombre que vestía harapos. Era quizá un vagabundo o un
limosnero.
Se le acercó y él trató de no prestarle atención, volteando hacia el túnel.
Seguramente quería algunos pesos. El sujeto se detuvo como a un metro de
distancia y le advirtió:
—Lárguese de aquí. Lárguese.
Le molestó la advertencia lanzada con tono grosero. Iba a reclamarle por su
impertinencia, cuando el otro agregó:
—Ya van a dar las 10:52 —y apuntó hacia el reloj electrónico que colgaba del
muro—. Lárguese antes de que sea demasiado tarde.
¿Largarse antes de que sea demasiado tarde? ¿Qué clase de amenaza era esa? Lo
primero que vino a su mente fue que aquel tipo con aspecto de pordiosero estaba
loco.
Lo vio alejarse en dirección opuesta. Antes de perderse detrás de unos pilares,
levantó la mano y señaló el reloj, a la vez que repetía:
—Ya van a dar las 10:52. Lárguese, si acaso estima su vida.
Luego, desapareció.
Se quedó muy inquieto, un tanto perturbado. Una sonrisa nerviosa estalló en su
cara. Tal vez solo se trataba de un tipo al que se le había caído un tornillo de la
cabeza. El andén quedó de nuevo solo. Caminó hacia la orilla y aguzó la mirada
para ver si el tren ya se acercaba. El reloj marcó las 10:29:37.
Sintió calor. Se aflojó la corbata. Odiaba el disfraz que debía llevar todos los días
con cierto orgullo, como si la elegancia no fuera una forma sofisticada de
ahorcamiento cotidiano. Sospechaba que tarde o temprano la corbata acabaría
apretándole el pescuezo hasta terminar por asfixiarlo.