Page 86 - Un poco de dolor no daña a nadie
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—Parecen cárceles.


               —Te dije que el doctor hacía experimentos con animales y con personas, menso.


               —Pues si aquí había animales o gente, ¡ya están bien podridos!


               —No me gusta nada esto. Debajo de esta oscuridad hay algo —aseguró Miguel.
               Un gruñido corto y débil cruzó el aire—. ¿Oíste?


               Rubén tembló durante algunos segundos. Con un dedo le indicó que se callara.
               Se impuso un silencio tenso, donde se agazapaba un sonido mórbido.


               —Hay algo detrás de esa puerta —señaló Miguel. Rubén volteó hacia el estante
               de madera que se hallaba en un rincón y se aproximó a él. La exangüe llama se
               apagaba, pero pudo ver pequeños recipientes con alcohol, veneno, formol o
               reactivos. A un costado había varias monedas extranjeras. Las tomó y se las
               metió en los bolsillos. No serían tal vez más de cinco o seis dólares. Buscó más
               abajo, arrojando los recipientes al piso. El gruñido rasgó el aire, de nuevo.
               Provenía de uno de los cuartuchos hediondos.


               —¡Vámonos ya! Allí hay un animal.


               —Cómo friegas. No hay nada. Ha de ser un gato —respondió Rubén, molesto, y
               se acercó hacia la portezuela. Movió la antorcha para iluminar el interior y
               enseguida se asomó—. ¿Ves? No hay nada. Ya estuvo bien; mira—bajó los
               brazos y pegó la cabeza a la rejilla. Miguel lo contempló con un nudo de
               angustia en la garganta. Súbitamente, una mano velluda brotó de la oscuridad y
               lo tomó del cuello. Rubén soltó la tea y se llevó las manos a la garganta, tratando

               de quitarse aquello que lo oprimía y le cortaba la respiración. Sin embargo, la
               mano, ancha y poderosa, apretaba con tanta fuerza que lo levantó del suelo. Con
               la llama moribunda de la tea que había caído al suelo alcanzó a ver sus propios
               pies agitándose con desesperación en el aire, mientras un quejido partía de su
               boca:


               —¡¡ Aaaaaagggghhhhh!!


               Miguel trató de correr hacia la salida. La escasa luz que entraba por la puerta lo
               orientó hacia la ruta de escape. Apenas había dado tres o cuatro pasos, cuando un
               golpe secó precedió a un manotazo brutal de oscuridad. Alguien había cerrado la
               portezuela de entrada. Todo se volvió negro. Miguel se golpeó la rodilla y la
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