Page 8 - Un poco de dolor no daña a nadie
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observaba desde el cristal, no él mismo. Sonrió. ¡Qué tontería! Hasta se podía
tragar el cuento de que era un verdadero zombi. Dio los últimos retoques a la
cicatriz que le partía el rostro de un extremo al otro. Ni un criminal la habría
dejado mejor. Estaba linda esa rajada cruda y brutal que goteaba sangre de
plástico.
En la mesa de la cocina había cacahuates, papitas y un libro de relatos de brujas
que su hermana Lola, de siete años, había dispuesto para la piyamada con sus
amigas tontas y feas. Cada último sábado de mes organizaba una, después de
llorar a mares y arrancarse los cabellos delante de mamá. Al final se salía con la
suya. Las lágrimas le funcionaban muy bien. Además, su mamá siempre tenía
prisa por irse al casino o a chismear con sus amigas al café.
Salió al jardín trasero para servirle croquetas a Kimy, pero esta no lo reconoció.
Asustada, empezó a ladrarle, al tiempo que gimoteaba. Si la perra se tragaba el
engaño, sería más fácil confundir a cualquier humano.
El viento movía las hojas de los árboles, que susurraban entre sí.
Los de la preparatoria nocturna —que organizaron otra fiesta de Halloween y un
concurso semejante— no se anduvieron por las ramas. Ellos sí habían rentado
una vieja casa abandonada y la habían acondicionado para realizar ahí la mejor
fiesta macabra. Supo que consiguieron la vieja casona de los Aranguren en la
calle Paseo de las Aves. El mejor marco para celebrar la antigua noche de brujas
y demás criaturas del infierno en un lugar sombrío, con el techo a punto de
venirse encima de sus cabezas huecas, con puertas que rechinaban como ataúdes
quejumbrosos y muebles comidos por la humedad y el olvido. Aquel barrio
estaba lleno de casas viejas que nadie compraba por el exagerado precio que
tenían. En cualquier momento el viento se encargaría de tirarlas y convertirlas en
un montón de escombros.
Ariel no recordaba dónde se situaba exactamente la mansión. Anotó el domicilio
en un papelito, pero no daba con él. Se buscó en el bolsillo y no encontró nada,
solo un poco de pelusa. Le mandó un mensaje a Lucho, esperando que le
indicara el lugar, pues con frecuencia lo sacaba de apuros.
La fiebre del 31 de octubre se desató en la ciudad al oscurecerse el cielo.
Decenas de niños corrían presurosos, tratando de extorsionar a los adultos con la