Page 11 - Un poco de dolor no daña a nadie
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conservaba una extraña belleza, como una anciana que en pleno declive

               mantiene la cabeza erguida. Las ventanas, con los vidrios rotos, parecían ojos
               ciegos posados sobre la ciudad moribunda. Un murciélago salió de la chimenea
               y se perdió en la oscuridad. Puso el teléfono en modo de vibración, anulando el
               sonido, y se lo guardó en el bolsillo del pantalón. Tomó aire y recordó la estricta
               regla que todos debían acatar: no hablar con nadie y personificar cabalmente a su
               monstruo hasta la medianoche. Cruzó la cerca y observó los leones de piedra
               descalabrados que custodiaban la entrada en el antiguo jardín.


               Un olor a caca de murciélago lo golpeó al entrar en la casa. Un tipo flaco, de casi
               dos metros de estatura, lo esperaba en el vestíbulo. Cordialmente le permitió el
               acceso al interior, donde gobernaba la penumbra. Una armadura medieval
               sostenía un hacha larga entre los puños y amenazaba con dejarla caer sobre su
               cabeza. Olores nauseabundos dominaban el aire. Las telarañas cundían por los
               rincones; arañas enormes aguardaban sigilosas. Vio candelabros con velas rojas
               y negras colgando del techo. Cadáveres de gallinas negras pendían también de
               algunos alambres, y de sus pescuezos cercenados goteaba sangre. La
               ambientación era genuina, mejor de lo que esperaba. Hasta daban ganas de hacer
               un aquelarre y sacrificar a algunos compañeros que le caían mal.


               —¡Esto está de pelos! —musitó. Nadie lo escuchó.


               Adentro ya se encontraban algunos invitados: allí estaban el monstruo de la
               Laguna Verde, que dejaba un rastro de algas y agua podrida a su paso; el
               Hombre Lobo, que solo emitía gruñidos cortos y movía la nariz
               sospechosamente; la momia egipcia, que caminaba tambaleándose y parecía que
               se convertiría en polvo; Drácula, que vestía con su acostumbrada elegancia; el
               verdugo, con su máscara negra; Jack El Destripador, que lamía su daga
               ensangrentada, y otros más. Las caracterizaciones eran endemoniadamente

               buenas. Le dieron ganas de felicitarlos, pero sabía que nadie hablaría hasta que
               dieran las 12 de la noche. No sería fácil obtener el primer lugar. Buscó a
               Kimberly Jocelyne, pero no había llegado. Ojalá que sí viniera disfrazada de
               vampiresa.


               Se sentó en un sillón desvencijado que no brindaba ninguna comodidad, pues un
               resorte se le encajaba en la espalda. Cuatro o cinco minutos después, sintió que
               algo le caminaba por el brazo. Era una cucaracha negra del tamaño de una
               tarántula. De un manotazo se la quitó de encima. La novia decapitada lo miró
               con ojos intrigados.
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