Page 12 - Un poco de dolor no daña a nadie
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Se escuchaba música de órgano que venía desde el fondo del salón. Siguió
observando: los cuadros llenos de polvo, las puertas desvencijadas, la chimenea
con las cenizas de brasas encendidas hacía décadas. Y el olor a excremento de
murciélago, que impregnaba el aire.
Entró un Frankenstein de casi dos metros. Pensó: “Seguro es Lucho. A mí no me
hace menso. Aunque se esconda bajo tres capas de pintura verde”.
Lo saludó con un gruñido, pero el monstruo verde no le devolvió el saludo.
—¡Qué payaso! —dijo entre dientes.
Una niña fantasma se acercó ofreciendo bocadillos. El Hombre Lobo —que olía
a perro muerto— tomó dos palillos y engulló unas aceitunas. La penumbra
apenas permitía distinguir aquellas pequeñas viandas y él tomó una, tratando de
no ser descortés. La chica se alejó flotando. Miró el palillo y la esfera preparada
para ser devorada de un bocado. De repente le dio la impresión de que la
aceituna lo miraba. La acercó y descubrió que era un ojo, un ojo que movía el
iris de un lado a otro. Estuvo a punto de soltarlo, pero se contuvo. Volteó hacia
su derecha y vio que el licántropo lo vigilaba con ojos bien abiertos. Le hizo una
seña con el pulgar arriba y se llevó el refrigerio a la boca. Lo aplastó con las
muelas y sintió el amargo sabor del ojo destripado, una mezcla de sangre con
pus, que casi lo hizo vomitar en ese instante, pero se aguantó. Aquello sabía
realmente asqueroso. De un trago lo pasó por la garganta. Se imaginó el ojo
como una cámara bajando por sus entrañas y registrando el estado de su miedo.
El largo reloj de pared ya marcaba las once con cuarenta y dos minutos. Una
incomodidad creciente empezaba a embargarlo. Se levantó para tomar un poco
de aire fresco, pero no pudo salir porque el verdugo se había colocado en la
entrada e impedía el paso. Encorvado, caminando con paso tambaleante, como
un auténtico zombi, dio media vuelta y se dirigió a la mesa de canapés y
bocadillos. Observó la diversidad de productos que harían las delicias de los
comensales: dedos de carne bañados en salsa de sangre; orejas nadando en bilis
verde; un cráneo abierto que contenía paté de cerebro con mantequilla; pequeños
corazones palpitantes que parecían recién arrancados de algún pecho; gusanos de
sepulcro, especialistas en devorar cadáveres; tostadas de sangre coagulada y
lenguas humanas que se movían como colas de lagartijas. Manjares que
apetecerían las más glotonas criaturas del infierno.