Page 13 - Un poco de dolor no daña a nadie
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La música de órgano seguía inundando el ambiente con sus largas notas místicas.

               El zombi de dos cabezas tragaba a dos manos galletas untadas con paté de
               cerebro con una gula digna de un muerto viviente que no hubiera comido en diez
               años.


               El salón se iba llenando poco a poco de invitados. Entraron un enano con ropas
               de látex, una chica con cara de tortuga, dos vampiros, una bruja con la nariz
               coronada por una mosca peluda y una niña con cuerpo de tarántula, pero
               Kimberly Jocelyne no aparecía. Sospechó que su madre, quien solía vigilarla
               celosamente, no le había dado permiso para asistir a la fiesta. La luz parecía
               intimidada con la presencia de aquella multitud de seres emergidos del averno o
               de la imaginación torcida de los preparatorianos.


               Las campanas del reloj sonaron en punto de la medianoche. El corazón de Ariel
               se agitó. Se hizo un silencio total. Uno de los asistentes, disfrazado de gárgola,
               se elevó por encima de todos y se colocó en cuclillas encima de una viga.


               “¡Uf!, ¡qué buen truco!”, pensó.


               No iba a ser nada fácil ganar. Notó que el Hombre Lobo le susurraba algo al
               verdugo de la máscara negra mientras lo señalaba con un dedo de la pata
               derecha. Algo estaba sucediendo que no le gustaba y lo ponía nervioso. Supo
               que estaba verdaderamente en aprietos al advertir que los meseros, la niña
               fantasma y un cíclope, ofrecían fetos a los invitados. Eran demasiado reales;
               ¡algunos tenían hasta el cordón umbilical!


               Si no hubiera estado maquillado con capas de color y plástico, los demás habrían
               descubierto la expresión de pánico y repugnancia que cubrió su cara.
               Frankenstein se zampó dos fetos y eructó. Ariel trató de pasar inadvertido y se
               colocó cerca de una cortina de terciopelo gastada y sucia. Desde ese sitio fue
               reconociendo con horror que se había equivocado de fiesta. Aquellos no eran los
               compañeros de preparatoria que conocía. Se había metido en la boca del lobo.


               Un temblor lo embargó, y tuvo que sobreponerse para dominarlo. De repente se
               levantó un rumor de gruñidos, erres que se arrastraban y maullidos, y los
               invitados hicieron un círculo. Algunos se apartaron para permitir el paso a una
               anciana que renqueaba arrastrando la pierna derecha. Desde donde estaba
               parecía frágil, débil, pero pronto supo de quién se trataba. La vieja era una
               condenada bruja que apestaba a rata muerta, tenía las cejas peludas, la boca con
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