Page 19 - El sol de los venados
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PACHECO, MI PADRINO, es calvo y tiene los ojos azules. Cada vez que viene
               a casa, hace sonar las monedas que llenan sus bolsillos. Apenas oímos el
               tintineo, salimos corriendo a su encuentro y él, muerto de risa, no saca las manos

               de sus bolsillos. Entonces nos echamos todos encima de él y se las sacamos a la
               fuerza. Y Pacheco, que no para de reírse, dice que se rinde y, cuando se rinde,
               nos sentamos todos en el suelo y él nos llena las manos de monedas. Sus
               monedas son siempre brillantes, parecen en verdad de oro y plata. Tatá dice que
               antes de venir a casa, Pacheco debe de sentarse a limpiar las monedas con una
               crema especial. Yo no creo; estoy segura de que se ponen a brillar apenas caen
               en sus manos, porque Pacheco tiene unas manos mágicas. Por ejemplo, una vez
               hizo como si sacudiera la oreja del Negro en un tarro de lata y salió un chorro de
               monedas. Me acuerdo de que Nena fue enseguida a mirar la oreja del Negro, a
               ver si había más monedas.






               Ismael me dijo que eso era un truco y que, en realidad, Pacheco tenía las
               monedas escondidas en la mano. Le dije entonces a Ismael que hiciera lo mismo.
               Reunimos unas monedas y llamamos a Nena para que nos prestara una oreja.
               Ismael hizo un pase mágico, pero yo vi caer las monedas de su mano y no de la
               oreja de Nena. Ismael sabe muchas cosas, pero no conoce nada de magia.






               Un día, Ismael me dijo que el miedo puede tomar la forma de un objeto. Este
               Ismael es un poco raro. Me dijo que había soñado que el miedo era una mesa,
               una simple mesa de madera que se movía sola y que él quería cortar con un
               cuchillo. El miedo era tal, según él, que se podía cortar con un cuchillo.






               Bueno, creo que así fue el que sentí una vez que entré con mi prima Cara en la
               tienda de doña Inés, una señora que es ciega de nacimiento. Como no había
               nadie en el mostrador, entramos de puntillas, abrimos con cuidado la vitrina y
               llenamos de dulces los bolsillos de nuestras faldas. Ya íbamos a dar media vuelta
               cuando unas manos de hierro nos agarraron. Era la ciega.
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