Page 94 - La venganza de la mano amarilla y otras historias pesadillescas
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aljibe. Puse la lámpara en el piso. Metí la barra y haciendo un gran esfuerzo,

               desesperado y tembloroso, traté de destaparlo. Sabía que la mano amarilla
               entraría tarde o temprano. Oí un tronido de dedos. El miedo era una rata que me
               subía por la espalda.


               Redoblé mi esfuerzo y pude al fin abrir la tapa. Quedó abierta una ranura, por
               donde una estampida de cucarachas escapó, al tiempo que un olor a drenaje
               inundaba el ambiente. Eran mucho más grandes que de costumbre y tenían un
               color muy negro. Algunas en su huida subieron por mis zapatos. Salté. Volví a
               jugar con las monedas para llamar a la mano. La poca luz que emitía la lámpara
               me dejó ver la silueta de aquella mano solitaria y sedienta de venganza. La saliva
               me supo más amarga. Tenía la garganta anudada pero luché por que sonara mi
               voz.


               —¡Ven! ¡Acá están! —le dije.


               La mano, apoyada en sus alargadas uñas, se fue acercando sigilosamente.
               Parecía moverse con cautela. Cuando estuvo más cerca de mí noté que arrastraba
               el dedo meñique, tal vez por algún golpe que le hubiera dado. Me pasé las
               monedas de una palma a otra. La mano amarilla corrió hacia mí. Arrojé las
               monedas al aljibe. Di unos pasos hacia atrás. En lugar de saltar buscando mi
               garganta, saltó hacia el interior del aljibe. En cuanto comprobé que estaba
               adentro moví la tapa de concreto para cerrarla.


               Una cucaracha grande y gorda me subió por el brazo derecho deslizando sus
               asquerosas patas peludas sobre mi piel, pero no traté de quitármela; era más
               urgente encerrar a la maldita mano del chino en aquel cubo de drenaje. Empujé
               con todas mis fuerzas y finalmente logré tapar aquella bocaza húmeda y fétida.
               Sentí que la cucaracha movía sus patitas sobre mi hombro y de un manotazo la
               aplasté. El sudor caía a chorros por mi cara y se empezó a mezclar con unas
               lágrimas que de repente brotaron: de alegría o de alivio, ¡qué sé yo!


               A la mañana siguiente Chayo se marchó de casa y nunca más volvimos a saber
               de ella. Mi hermano Nacho a veces se ponía a hacerme cosquillas y decía que era
               la mano peluda. A Chimino se le engrosó el maullido de tantos apretones que le
               dio la mano amarilla pero volvió a ser el gato flojo y cariñoso que todos
               queríamos. Las muchachas que trabajaban en la tienda se quejaron de que el

               almacén estaba invadido por una plaga de cucarachas gigantes. Y papá… Él
               siguió su vida como si nada hubiera pasado.
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