Page 93 - La venganza de la mano amarilla y otras historias pesadillescas
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las monedas que allí escondía. Se hizo noche. Me mantuve cerca de papá,

               escuchando el beis por la radio y ayudándole a llenar el score. Cenamos. Cuando
               llegó la hora de dormir y todos empezaron a caer como naipes en el sueño, me
               alisté.


               Nacho se durmió a las 9:47. Mamá me dio las buenas noches a las 10:10, y a las
               10:14 oí a Chayo subir las escaleras hacia su cuarto. Dejé pasar otros veinte
               minutos para que el camino estuviera despejado. Estudié el plan en mi mente.
               Tenía que ser muy exacto con mis movimientos. Tomé la lámpara de mano,
               apreté las monedas por encima del pantalón y salí. El foco colgado en el pasillo
               despedía una luz temerosa que parecía apenas tocar los objetos.


               El silencio que se había extendido por la casa dejaba oír el canto de un grillo o la
               sirena de una ambulancia en la lejanía. Me asomé por la escalera de caracol
               hacia abajo. La oscuridad era total. Encendí la lámpara y empecé a bajar. Sabía
               que la mano se hallaba agazapada en algún sitio y que en cualquier momento
               podía saltarme encima. Dejé atrás el último escalón. Miré alrededor. Ni rastro de
               ella. Metí la lámpara entre mi antebrazo y el costado y saqué las monedas del
               bolsillo. Caminé hacia la tienda. Entré. Fui hasta el almacén. Me detuve.


               Empecé a mover las monedas, pasándolas de una mano a la otra, para que
               sonaran y llamaran la atención de la mano china. En ese momento alcancé a oír
               un maullido. Venía del rumbo del tapanco. Me quedé quieto. Parecía ser de
               Chimino. Iluminé de un lado a otro el lugar. No podía distraerme, debía entrar en
               el almacén principal y seguir adelante con mi plan. Tomé aire para cobrar un
               poco de valor y empujé la puerta. De nuevo volví a oír el maullido de mi
               mascota. Me preocupé.


               Tal vez lo estaría ahorcando. El siguiente maullido fue más fuerte y hasta
               doloroso. Pensé que a mi pobre gato casi le estarían estallando los ojos y que ya
               tendría la lengua de corbata. Lo único que se me ocurrió fue hacer más ruido con
               las monedas de plata. Me apuré a golpearlas y grité:


               —¡Acá estoy! ¡Aquí están tus monedas!


               Los maullidos cesaron. Me agaché para tomar la pequeña barra que me prestó mi
               tío Chuy. Entré al almacén. Me guié con la luz a través de la densa oscuridad. La
               mano de seguro se encontraría afuera, castigando a Chimino, y al oír el sonido
               que hacían las monedas vendría por ellas. Corrí hacia el lugar donde estaba el
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