Page 92 - La venganza de la mano amarilla y otras historias pesadillescas
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Fui a la tienda con mi tío Chuy. Necesitaba averiguar algunas cosas técnicas y él
era el especialista: nadie le ganaba a apretar un tornillo o destripar un televisor.
Me dijo que una barra pequeña era ideal para efectuar mis planes.
—Si la ves, me la saludas de mano —dijo, haciéndose el chistoso.
Hasta ahora todos los intentos por deshacerme de la canija mano amarilla habían
fallado. Y por más que la había golpeado, en realidad era poco lo que podía
hacer contra ella. Simplemente una mano muerta no se puede morir otra vez. En
esta última oportunidad no podía darme el lujo de fallar.
Tenía miedo, no lo niego, pero era necesario enfrentarme a ella. No iba a
pasarme toda la vida temiendo morir estrangulado. Esa tarde mi papá me regañó
por sembrar trampas para ratones por todas partes. Boris se había herido una pata
al pisar una y Nacho se agarró el dedo gordo del pie derecho al pisar otra
mientras tendía la cama. Prometí no colocar más y tuve que vendarle la pata a
nuestra mascota.
Me puse a sacarle las güinas a Boris para entretenerme un rato y de pronto
recordé a Chimino. Hacía rato que no lo veía en casa. Sentí temor. Tal vez la
mano amarilla lo había atrapado y yacía colgado del cuello con una cuerda,
muerto. Pero quizás era solo mi imaginación la que me estaba jugando una
broma macabra. Mi gato era más listo de lo que parecía. Jamás se dejaría atrapar.
Al menos eso quería creer. ¡La maldita mano no iba a salirse con la suya!
De repente sentí que algo me caminaba por la espalda. Una ola de escalofrío
subió por mi piel al sospechar que la mano del chino se apresuraba a llegar hasta
mi cuello para hundir en él sus largos dedos con uñas verdes. Moví la cabeza
hacia atrás y lancé un golpe con el codo derecho.
—¡Épale, menso, casi me tumbas la nariz! —exclamó Nacho.
Sí, era la mano de mi hermano, que, como era de esperarse, se hacía el chistoso.
Me dieron ganas de pegarle pero no lo hice, agradecido —en el fondo— de que
no fuera la peligrosa mano.
—¡No estés enfadando! —lo amenacé.
Se fue. Estuve nervioso durante el resto del día. A cada rato le chiflaba a Boris
para que me hiciera compañía. Seguido tocaba mi bolsillo por fuera para sentir