Page 89 - La venganza de la mano amarilla y otras historias pesadillescas
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solamente servirían las de a diez. Las eché en el bolsillo del pantalón.
Bajé al almacén, y me aseguré de que ahí estuvieran las muchachas, ocupadas
acomodando mercancía en los anaqueles: necesitaba compañía. Busqué la caja
de zapatos. La hallé debajo de los últimos anaqueles. El pañuelo negro había
desaparecido. Con cuidado la destapé otra vez y arrojé mis ocho monedas de
diez pesos. Rápido la tapé, la empujé con el pie y me alejé de ella. Al buscar la
salida pasé por encima del aljibe de donde decía mi abuela que salían ruidos
extraños. Caminé aprisa.
Papá me pidió que comprara un kilo de pellejos de res para Boris y fui al
mercado. Chayo, cerca de la escalera de caracol, ataba unas bolsas con basura y
se me ocurrió pedirle ayuda para bajar los maniquíes del tapanco.
—Está bien.
—Nada más espérame. Voy a traer unos pellejos para el perro.
—¿Son los monos que te pidió tu mamá? —pre guntó.
—Sí.
—Bueno, aquí voy a estar.
Salí de la tienda. Las calles estaban lodosas por la lluvia. Traté de sortear los
charcos y el lodo para no ensuciar mis tenis blancos. Atravesé el callejón que
conduce al mercado. El agua de lluvia se mezclaba en algunos charcos con
manchas de grasa. Esa combinación era letal para mis tenis. Regresé. Le di la
bolsa a mi papá. Después fui hacia la bodega donde está el tapanco. La puerta
estaba cerrada con llave. Toqué y pregunté:
—¿Chayo?
Percibí un ruido seco, como de algo que cayó al suelo.
—Ábreme.
Solo respondió el silencio. Volví a tocar la puerta. La manija se movió y se botó
el seguro. Entré. El lugar estaba poco iluminado, y a medida que me interné se
puso más oscuro. Su interior almacenaba estantes viejos, cartones llenos de