Page 90 - La venganza de la mano amarilla y otras historias pesadillescas
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mercancía fuera de temporada, grandes rollos de tela y muchos maniquíes. Miré

               tirado sobre el piso uno de hombre. De seguro el ruido vino de su caída. Subí
               hacia el tapanco.

               —¿Chayo? —pregunté nervioso.


               Se oyó un ruido al fondo. Caminé aprisa hacia allá mientras un maniquí de niño
               con sonrisa triste me miraba fijamente. Recargados sobre la pared se hallaban
               seis o siete de ellos, desnudos, algunos con los brazos mutilados, otros con el

               cráneo roto, y cerca de ellos, algunas manos sueltas sobre las vitrinas. En ese
               momento vino a mi cabeza una idea terrible: que Chayo no se encontraba ahí y
               que todo había sido una trampa de la mano amarilla para ajustar cuentas
               conmigo. ¡Me había engañado como a un chino!


               Eché un vistazo alrededor. Temí que apagara el foco. Mi corazón galopaba a toda
               prisa. De repente alcancé a oír con claridad otro sonido, como si Chimino
               rasguñara un vidrio. Me detuve. Noté que no era eso sino unas uñas acariciando
               un maniquí (todos están hechos de un material sintético). Un escalofrío me arañó
               la espalda. Quise mostrar tranquilidad, traté de controlar mis desesperadas ganas
               de correr y salir de una buena vez de aquella boca de lobo. Miré hacia abajo. A
               los pies de un maniquí yacía un brazo. Volteé a los lados y en un movimiento
               rápido me agaché para tomarlo.


               La luz se apagó. Oí el tronido de dedos nuevamente. La sangre se me hizo hielo.
               De inmediato una brutal cachetada me tiró y caí sentado en el piso. Grité. A
               tientas alcancé a tocar la mano y como pude, a ciegas, empecé a lanzar golpes.
               La mejilla derecha me ardía como si tuviera lumbre. Pero el pánico a morir
               estrangulado era más grande. Con pasos titubeantes caminé hacia la puerta. No
               dejé de tirar golpes, esperando al menos romperle algunos dedos a aquella mano
               asesina. Sabía que de un momento a otro se podía lanzar contra mi cuello y
               empezarlo a apretar con rabia. No veía nada y por mera lógica me dirigí a la
               salida.


               La mano tronaba una y otra vez los dedos, saltando de un lado a otro, y yo tiraba
               golpes con el duro brazo del maniquí. Por ninguna razón iba a permitir que me
               atrapara. Entre uno de los tantos golpes que lancé a diestra y siniestra, de pronto
               sentí que la golpeé. Fue un impacto seco. Tiré mi improvisada arma y bajé del

               tapanco. Desde el cuarto escalón di un salto y enseguida escapé, no sin antes
               azotar la puerta. Mi corazón estaba a punto de estallar.
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