Page 84 - La venganza de la mano amarilla y otras historias pesadillescas
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—¿Una mano? ¡Ay, niño, esas revistas de terror que tanto lees te están comiendo
el cerebro! —agregó la metiche.
No quise alegar, no tenía nada de hambre, ni siquiera comí la pechuga de pollo
que me sirvieron. Quise irme a jugar a la azotea pero no me animé. Quería estar
solo lo menos que fuera posible. Jugué beis, que casi ni me gusta, con Nacho.
Me enseñó unos dibujos de geometría que estuvo haciendo y que me parecieron
de lo más aburridos. ¡Quién sabe si de grande se le ocurra ser arquitecto! No me
separé de Boris. Ni cuando se echó la siesta. Como a eso de las seis de la tarde
alcancé a oír que Chimino maullaba como si peleara con alguien, pero ¿con
quién?, si el perro seguía a mi lado. Después se calló. Mejor ni me levanté a
averiguar qué pasaba.
Fui a consultar con mi tío Chuy, que se las sabe de todas, todas. Le platiqué lo
que ocurría. Soltó una sonrisa. “Ya estuvo que no me creyó”, pensé.
—Ay, chico, eres tan bueno para echar mentiras que hasta parecen verdad —
comentó mientras amarraba un bulto lleno de ropa—. No le tengas miedo a la
mano de un muerto, tenle miedo a un muerto que esté completo. Una mano no
hace ni cosquillas.
Sonreí lleno de miedo.
—¡Tavo!, ¿puedes echarme una manita? Nomás ahí, a la camioneta.
No salí del apuro. Nacho había escuchado la plática desde el vestidor. Una
carcajada estaba a punto de reventar en su cara cuando exclamó:
—¿No será la mano peluda?
—No, es de un chino.
—Ya no leas historietas de karatecas —enseguida dio un grito—: ¡Yiiiiiaaaaah!
—y me dio un karatazo en la barriga.
En eso mamá entró en la tienda e intervino:
—¡Ey!, quiero saber quién de ustedes anda abriendo los cajones y revolviendo la
ropa. Dejan todo desordenado.