Page 79 - La venganza de la mano amarilla y otras historias pesadillescas
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tienen tiempo —dijo enfadada.


               Traté de distraerla.


               —¿Quieres que tape a Pajayeyo?


               No le dio importancia a mi sugerencia. Le preguntó a papá si quería rodajas de
               plátanos fritos. Él respondió que no. En ese momento Chayo entró. Se puso a
               recoger los trastes y a limpiar la estufa. Mamá se dirigió a ella:


               —Guísame unos huevos de pato para el perro. Échale mucha tortilla.


               Luego tiró una indirecta:


               —Si yo tengo gente que siempre está conmigo cuando la necesito, por eso no me
               gusta andar pidiendo favores.


               Papá le preguntó sobre un pedido y empezaron a hablar sobre cuentas y facturas
               atrasadas. Aproveché para escapar. Atravesé el pasillo y eché un vistazo a la
               escalera de caracol: la planta baja estaba completamente oscura, no había signos
               de ningún rayo de luz. Tragué saliva.


               Caminé hasta el cuarto de lavar y tomé la toalla para cubrir a Pajayeyo, que a esa
               hora ya temblaba de frío. Entré a mi habitación, o mejor dicho, a la que
               compartía con mi hermano Nacho, quien roncaba profundamente. En ese
               momento supe que tendría dificultad para dormir. No me gustaba estar a solas
               cuando sentía miedo. Al rato tocaron la puerta.


               —¡Quiéeeeeen?


               —Soy yo —dijo una voz.


               —Pero ¿quién es yo? —volví a preguntar.

               —Pues yo: Chayo —respondió. Durante algunos segundos traté de asociar el

               nombre a una persona. La reconocí.

               —¡Ah, Chayo! —y respiré tranquilo—. ¿Qué quieres?


               —Nomás ando checando que el perico esté tapado. Y que no se quede adentro el
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