Page 82 - La venganza de la mano amarilla y otras historias pesadillescas
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No me pude concentrar en las multiplicaciones con quebrados. El profe
explicaba y explicaba, pero yo no escuchaba su voz; parecía que sus palabras no
sonaban. En mi cabeza daba vueltas la idea de la mano amarilla. No entendía por
qué quería hacerme daño. En última instancia, debía estar agradecida de que la
hubiera liberado de aquella prisión en la que estuvo por más de cincuenta años.
Además, si mi papá había abierto la puerta, de seguro ya había salido y pasado a
otra parte de la casa; tal vez se había metido a otra bodega o… ¡a mi propio
cuarto!
En cuanto llegué a la tienda le pedí a mi papá que me adelantara tres domingos,
porque se acercaba el cumpleaños de mamá. A él se le hizo raro pero me los dio.
Fui a la ferretería y compré diez trampas para atrapar ratones. Al regresar,
mientras una de las muchachas acomodaba las cajas de cobertores para bebés en
los anaqueles, busqué la caja de zapatos, pero no la encontré. Antes de salir le
dije:
—No te quedes sola. Anda una rata del tamaño de un gato.
Se apuró a terminar y abandonó el lugar.
El resto del día no sucedió nada extraño. Por si las moscas, yo le chiflaba cada
rato a Boris para que me acompañara. Al echar mi uniforme sucio al cesto de la
ropa usada pasé a un lado de Pajayeyo, el perico consentido de la familia, y le
hice algunos mimos. El perico ya conocía algunas palabras y las repetía una y
otra vez. Le llené el plato hondo al perro para que bebiera agua. Regué las
plantas del jardín de mamá para que se contentara. Después dejé listo el
uniforme para el día siguiente. Esperé a que Nacho se fuera a nuestro cuarto para
no estar solo. Me quedé dormido con la tarea a medias.
Un golpe en el vidrio de la ventana me despertó. Miré a mi hermano, que dormía
como una piedra. Afuera hacía frío y caía una llovizna. Saqué lentamente la
cabeza de la cobija. Cuál no sería mi sorpresa al descubrir escrita una frase en la
superficie ahumada del cristal: “Quelo mi dinelo”.
Di un brinco hacia atrás y caí sobre la cama. Me tapé con la cobija hasta la
cabeza, aunque destapé a Nacho. Dentro de mí daba vueltas y vueltas esa frase:
“Quelo mi dinelo”. No tuve dudas, solo un chino podía escribir así. La mano
estaba ahí afuera, esperando que le diera su dinero, ¡y yo ni siquiera lo había
tomado!