Page 77 - La venganza de la mano amarilla y otras historias pesadillescas
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momento apropiado:


               —Papá, ¿conoces alguna historia sobre una mano amarilla o sobre una mano
               cortada?


               Me miró a los ojos y, sin dejar de masticar, respondió:


               —La que sabe de eso es tu mamá. Ya ves cómo le encantan las leyendas de
               muertos y ánimas. Se las sabe de todas, todas.


               —Pero ¿tú no recuerdas que ella te haya contado algo así?


               Le arrojó un trozo de carne a Boris y este lo atrapó en el aire. Respiró hondo y
               empezó a contarme.


               —Antes de poner la tienda, aquí hubo un cine y, antes del cine, esto era una
               tienda de abarrotes de chinos —abrí los ojos, atento—. El dueño era muy
               trabajador, y lo que más le gustaba era contar durante las noches las monedas
               que había acumulado a lo largo de varios años. Dicen que se pasaba largas horas
               encerrado en su oficina contando una y otra vez las monedas de plata. Le
               gustaba sentirlas entre los dedos, acariciarlas una a una, pasar las yemas sobre el
               perfil de las figuras que tenían grabadas.


               —¿Era un avaro?


               —Un ávaro, hijo —corrigió mi papá.


               —¿Y qué más?


               —Si no mal recuerdo, una vez, a la medianoche, el chino se dio cuenta de que
               faltaban monedas, de que alguien le estaba robando su tesoro. Se escondió y
               pudo descubrir que su esposa, una mujer muy joven que no pudo darle hijos,
               tomaba de vez en cuando unas monedas y salía de casa. La siguió y observó que
               ella se perdía entre los callejones, para regresar dos horas después con el cabello
               revuelto y el vestido arrugado.


               El chino le reclamó el robo de las monedas y su infidelidad. Y enseguida, ciego
               por la cólera, le hundió los dedos en la garganta hasta que su cuerpo dejó de
               respirar. Después el chino, al volver a sus cabales, cobró conciencia de lo que
               había hecho y miró aterrorizado el cadáver de su esposa. Dicen que de pronto la
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