Page 124 - El disco del tiempo
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voluntad de Afrodita, la nacida de las ondas marinas. Perdí mis límites, me hice
laberinto, morí y viví en el ardor de su abrazo e inventé la ficción de la vaca
mecánica para que con ese burdo artificio Minos y su pueblo desviaran su
atención de la auténtica maldición que Poseidón le envió al rey de Creta: la
traición de su mujer con Dédalo, su arquitecto, su artífice, su hombre de
confianza. ¿Culpa? Ahí la tienes. No hay laberinto que la encierre, no hay mapa
que la describa. Es una consecuencia en la cadena de las causas y una causa en la
de las consecuencias. La muerte de mi hijo es un eslabón de la cadena que nace
en el infinito y se pierde en él… Yo, Dédalo, surqué el amor de Pasífae, el mar
de Pasífae… su Thalassa. Yo, Dédalo, me hice rey por esa reina ante los solos
testigos de nuestros ojos y bajo la luna que era la misma Pasífae, y que lo es
todavía, resplandeciendo en el reino de las sombras. ¿Escollos?, ¿corrientes?,
¿delfines?, ¿altares submarinos? Ahí los tienes, en esa historia del amor de la
reina y el artífice. Y una víctima, nuestro hijo, a quien la plebe llamó sin
conocerlo Minotauro, y al conocerlo, Knossos. Que fue un atleta más hermoso y
arrojado que los hijos de Minos y que murió por el Hado a manos de un
ateniense. ¡Justicia extraña! Como la que enredó los pies hinchados de mi
contemporáneo, Edipo. A él, sus padres lo abandonaron al nacer para evitar los
designios del oráculo; creció, mató a su padre y se desposó con la venerada
madre, cumpliendo puntualmente las palabras proféticas. Al enterarse, él mismo
se sacó los ojos, para no contemplar horrores semejantes. Sus hijos continúan la
trama maldita. Y en el caso de Dédalo, de este testarudo que no da tregua a la
invención de ingenios, mi hijo Knossos es muerto por quien debió morir para
aplacar los manes del hijo de Minos.
—¿Y los manes del hijo de tu hermana Pérdix, el infeliz Talos, el arrojado al
precipicio?
—Ya te dije que no fui yo. Fue la fatalidad.
—Pero lo envidiabas, admítelo. El oráculo profetizó que sería un hombre más
genial que Dédalo. Le robaste sus inventos.
—¿Yo, robar inventos? ¿Llamas ladrón de inventos a quien es la fuente misma
de la invención?
—Tú eres quien lo dice, ¡oh Dédalo!
Los remordimientos, como pájaros de alas grises, volaban alrededor de la cabeza