Page 133 - El disco del tiempo
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LO cierto era que la princesa de los sículos se había enamorado del artífice.


               Aunque Dédalo hacía muchas lunaciones que había sobrepasado la juventud,
               Sikelia se sintió fascinada por sus ojos tristes, las negrísimas cejas inteligentes y
               la plata del cabello, que caía hasta los hombros en cascada, homenaje a Creta, la
               extraviada, la perdida para siempre.


               Sikelia atisbaba los gestos del artífice y supo por los marineros que su hijo se
               había ahogado en las olas del mar. Supo que hacía mucho tiempo había sido
               acusado de asesinar a su sobrino y que por eso había huido a Creta. Supo —y le
               dolió— que había amado a la omnibrillante y legendaria Pasífae, la última de las

               grandes reinas de los tiempos idos. Supo del laberinto, del monstruo que nadie
               había visto y de la cólera de Minos en contra de su arquitecto. Supo de la
               amenaza de muerte que pendía en contra del artífice, muerte cretense, en forma
               de doble hacha transportada por las galeras de Minos y se juró a sí misma salvar
               los intensos ojos negros de Dédalo y su sobrehumano ingenio que ella admiraba.


               Y no solamente por las muñecas y los pendientes de formas sorprendentes, sino
               porque Dédalo parecía descifrar los secretos de los dioses, porque con sus
               ingenios construía un mundo mejor que el mundo que Sikelia había conocido
               hasta que la embarcación con proa de hipocampo llegó al puerto y de ella bajó el
               artífice de ojos asombrados.


               Ella había ido con sus hermanas al puerto para ver llegar los barcos.
               Acostumbraban rebozarse en sus mantos y atisbar a los marinos, comerciantes y
               guerreros que desembarcaban en su isla del sol. Cuando vieron bajar a Dédalo de
               la nave cretense, las hermanas de Sikelia miraron a un anciano. Sikelia, por su
               parte, vio bajar a un dios de la nave cretense. La sal del mar arañaba su barba
               entrecana y la larga cabellera se agitaba al viento. Un manto de tristeza lo cubría
               y la gente del puerto murmuró el nombre del divino Dédalo, el príncipe de los
               artífices.


               Con sus hermanas, Sikelia fue la encargada de preparar el baño para el huésped
               de honor en el palacio de su padre.


               —¿Es cierto que los cretenses tienen agua corriente en sus palacios, divino
               huésped? —preguntó Sikelia mientras vertía agua perfumada sobre la espalda
               desnuda de Dédalo.
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