Page 157 - El disco del tiempo
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No abrirás la boca de tu repleto odre de vino hasta que llegues al punto más alto
                                                             de Atenas, si no quieres morir de tristeza.






               MUCHAS veces, Egeo había meditado en el extraño oráculo que Etra, la hija de
               Piteo, le había enviado a través de Teseo. Morir de tristeza era una extraña
               manera de morir para un guerrero, pero el rey de Atenas sabía que los sueños de
               las mujeres no son para desdeñarse, sobre todo si se traducen en palabras.


               Hacía ya tiempo que había zarpado la nave que llevaba a su hijo y al tributo de
               cautivos a las tierras de Creta, muchos días habían pasado y la Acrópolis se
               había resentido con un fuerte sismo. El suelo había estado a punto de partirse
               como un ánfora de barro, pero ninguna edificación ateniense se había venido
               abajo.


               No extrañaba a Medea, la partida de la maga le había quitado un peso de encima,
               pero su corazón temblaba por Teseo, el hijo recobrado y perdido quizá para
               siempre.


               Si hubiera sabido que Teseo había vencido al toro cretense, que había
               sobrevivido al gran sismo y salvado a sus compañeros cautivos, su odre de vino
               triste no se hubiera colmado. Pero los mensajeros tardaban en llegar y Egeo

               ignoró que su hijo llegó a Creta esclavo y cargado de cadenas y la abandonó
               como conquistador triunfante.





               Teseo salió de las Cuevas del Viento súbitamente iluminado. No, no era un dios,
               no era un héroe, sino un hombre, un hombre que estuvo a punto de yacer

               exangüe, su vida interrumpida, entre los cuernos de consagración y la doble
               hacha. Había sobrevivido al amor y al odio de las reinas, ellas eran sombras que
               vagaban en el laberinto del Hades, buscando al toro estelar, al Asterión de las
               leyendas, danzando en el laberinto del inframundo la danza de la tauromaquia, la
               que fascinaba a los minoicos en las tardes doradas.


               Teseo atravesó el umbral de las Cuevas del Viento y llegó a Knossos donde la
               destrucción campeaba. El rey estaba enloquecido, el ejército de la talasocracia
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