Page 179 - El disco del tiempo
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EL palacio de Festos se extiende sobre la asombrosa planicie de la Messara, en
               la costa sur de Creta. Situado sobre un promontorio, domina el amplio valle que
               no conoce más límite que las montañas azules del fondo.


               Esa tarde, cuando el crepúsculo dibujaba su escritura efímera sobre las piedras
               del color de la arena, y el cielo como el mar era una orgía de desangrado azul,
               Dimitri Constantinopoulos subió la majestuosa escalera principal de la fachada

               oeste. Los últimos visitantes se marchaban y el profesor saludó a los custodios,
               mostrándoles un permiso para permanecer en el sitio fuera del horario de visita y
               tomar algunas fotografías.


               Dimitri cruzó las ruinas pausadamente. El silencio iba cayendo sobre Festos al
               mismo tiempo que la oscuridad. El sol moría por el lado de la entrada del palacio
               y el profesor caminó hacia el oriente… En la hora crepuscular, le parecía que la
               presencia de la etapa constructiva antigua, la correspondiente al periodo minoico
               medio, prevalecía sobre el palacio posterior. Conocía bien ese dédalo.
               Comparado con el de Knossos, era considerablemente más pequeño.


               Por fin, cuando el sol desaparecía en el horizonte llegó a su destino: las pequeñas
               construcciones con los fosos. Podría reconocerlas con los ojos cerrados, ubicó la
               fosa número ocho, la más grande, y se arrodilló ante ella. De la maleta en donde
               traía la cámara fotográfica extrajo una lámpara y el Disco de Festos. El
               auténtico, al menos eso creía él.


               Alumbrado por el resplandor ambarino de la lámpara, sostuvo entre sus manos el
               disco, y se abismó en su contemplación. Dimitri se sumergió en el centro del
               disco, en la flor abierta, flor del azafrán, también laberinto… Y la flor
               permaneció callada, dibujo entre dibujos, trémulo azar, puerta de nada.


               Dimitri sabía esperar. Olía a tierra, a misterio y a semilla. De su maleta, sacó una
               pequeña botella. Derramó unas gotas de vino en el suelo rocoso de la fosa y
               bebió un largo trago. Con la mano izquierda, sostuvo el disco y trató de mirarse
               en él, la flor estaba tranquila en su lecho de arcilla. Simplemente, dormía, y en la
               fracción de un segundo, apareció sobre ella el tinte primoroso de la rosa del
               azafrán. La flor, mágica cerradura, estaba a punto de abrirse. Gotas de sudor
               brotaron de la frente de Dimitri. Una voz laceró su cerebro y clavó hachas dobles
               en sus sienes:
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