Page 58 - Sentido contrario en la selva
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cargar unas armas que sacan de sus mochilas. Emilio y Ricardo están enojados

               porque no sabían que ellos vinieran armados.

               —¿Pos qué creían? —dijo impaciente uno.


               La noche fue larga para algunos y corta para mí. Caí como tronco porque en
               todos mis años de vida no creo haber caminado tanto como en estos dos últimos
               días. Además, si el jaguar está cerca o si los hombres están armados no es algo
               que me preocupe. Para mí nada es más importante que el beso de Claudia y para

               revivirlo estoy mejor durmiendo. Me besó una diosa con pantalón de explorador
               y paliacate en el pelo, digo para convocar el sueño. Abrí el ojo cerca de la
               madrugada. Me pareció escuchar un ruido, pero era Sita, lámpara en boca, que
               apuntaba en su cuaderno. Esa libreta de notas que envuelve en una bolsa de
               plástico y se mete entre la panza y el pantalón, apretando bien el cinturón. Es
               objeto de burla de varios, pero ella dice que ahí no hay manera de que la pierda.


               —Si siguen, registraré también sus chistes bobos —amenaza riendo—. Además
               —agregó—, adelgazaré de la panza, ganancia extra.


               Cerré los ojos de nuevo para soñar que Claudia estaba de pie sobre una rama
               muy alta de un árbol; está pronunciando mi nombre pero no se oye su voz. Ella
               amarra su paliacate en unas hojas allá en lo alto. “Para que sepas dónde estoy”,
               dicen sus labios sin sonido. Me despierto sobresaltado. Sita ronca, mientras
               escucho que afuera se están preparando para la salida. Durante estas
               expediciones en la selva caminamos el mayor número de horas entre la
               madrugada y el mediodía. Descansamos por la tarde cuando el calor sube, y
               reanudamos cuando el sol se esconde, hasta llegar al próximo lugar donde
               acamparemos. Me pregunto dónde amaneceré mañana. Esto pensaba cuando
               alcancé a escuchar la voz de Ricardo pidiendo a los hombres que entregaran sus
               armas.


               —No iremos por la selva con esas armas. Entréguenlas y se las daré al finalizar
               el contrato.


               —No tenemos por qué —dijo altanero uno de ellos. Se oyeron unas
               exclamaciones sordas.


               Y la voz de Ricardo, bajando el tono. No sé qué dijo, pero escuché el enojo en su
               voz y la claridad con que decía que ahí no se admitía más que lo que él marcaba.
               Se hizo un silencio entre los hombres de los perros.
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