Page 108 - Diario de guerra del coronel Mejía
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la patria”?


               Varios rieron porque el Coronel usaba ese término muchas veces para reclamar a
               otros niños su falta de acción. Por eso el Coronel hizo lo que consideró
               conveniente: se unió a la injuria.


               Primero con cierta timidez, pero, al poco rato, también a gritos, repitió una y otra
               vez “¡chino cara de cochino!”, “¡chino cara de cochino!”, “¡chino cara de
               cochino!”. El rostro de Bola de Arroz no cambiaba pese a los gritos y acaso por

               ello todos se le unieron a mi Coronel. En un momento eso se llenó de gritos,
               saltos y manoteos alrededor del gordo japonesito, quien después de un rato pudo
               por fin zafarse del brazo de Rodrigo y continuar su camino.


               Los gritos, gestos y brincos siguieron en pos de Bola de Arroz. Y ni el Coronel
               ni yo entendíamos por qué era tan incapaz de devolver el fuego. Cierto es que no
               podía saber lo que le estábamos diciendo, pero no hacía falta hablar español para
               darse cuenta de que lo estábamos molestando. Entonces, de pronto, todo acabó.
               Apareció por una esquina un policía y todos salieron corriendo. Todos menos
               nosotros.


               Bola de Arroz siguió su camino hacia su casa pero el Coronel y yo nos
               detuvimos en la esquina. Había sido nuestra primera acción de guerra y, sin
               embargo, no nos sentíamos nada bien. Bola de Arroz entró al edificio tan bonito
               en el que vive y nosotros nos quedamos viéndolo como hipnotizados. Luego,
               como si lo hubiera sabido, se asomó por una de las ventanas del edificio.


               El Coronel y el japonés se confrontaron todavía un rato más. Era un enigma el
               rostro de Bola de Arroz. Era imposible saber si deseaba nuestra muerte o sólo
               éramos bichos raros para él. El Coronel hubiera podido tomar su rifle, apuntar
               con rapidez y terminar para siempre con él, pero no lo hizo.


               Después de un par de minutos, Bola de Arroz cerró la ventana y se volvió a
               meter a su casa. El Coronel y yo nos quedamos todavía otro rato en esa esquina,
               sin saber qué hacer.


               —Así es la guerra, cabo. Recuérdelo —dijo entonces mi Coronel, suspirando y
               fingiendo entereza. Pero yo sabía que sentía un peso enorme sobre los hombros,
               un peso igual al que yo sentía.
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