Page 112 - Diario de guerra del coronel Mejía
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—Sufrió un desmayo el otro día cuando entramos en acción.
Hay que ver de lo que es capaz un Coronel cuando siente calorcito en el corazón.
Pero no me atreví a reprocharle nada, temeroso de que fuera a imponerme un
castigo de mil lagartijas o trescientas vueltas al campo de adiestramiento.
—Habrá que atender al cabo Ipana. Te propongo algo —dijo entonces Sofi
Fuentes.
—Habla —ordenó el Coronel.
—Mañana mi mamá le va a hacer un pastel a mi hermanita que cumple un año.
¿Por qué no vienen a la casa tú y el cabo Ipana?
—Ahí estaremos —dijo el Coronel.
Dos momentos de felicidad tan cercanos podían hacer explotar al Coronel. Por
eso se puso en pie, saludó militarmente a la enfermera Sofi Fuentes y se puso a
marchar por el patio de la escuela, alrededor del árbol de la muerte, como si
todos sus superiores lo estuvieran vigilando. Incluso se olvidó de mí y mi
“terrible enfermedad”.
La cita era a las siete. Y cuando dieron las seis de la tarde del viernes, el Coronel
se plantó frente al espejo. Se pasó un limón por todo el cabello y se puso saliva
en las cejas. Se arrancó todas las pelusitas del suéter y se puso una boina
española que sólo utilizaba para las ocasiones especiales. Con el programa de
Cri-Cri de fondo en la radio, se dispuso a esperar una hora entera; y si somos
honestos, sólo había una cosa que despertaba el temor en el Coronel: que los
espías también estuvieran invitados al pastel.
Por fin, a las siete menos cinco minutos, me mandó llamar.
—Cabo, usted se queda.
—¡Pero, Coronel! —repliqué.
—Estoy enterado de que usted sólo fingía su enfermedad. Pero no lo castigaré
dado que estoy de buen ánimo. Solamente prometa que vigilará bien el cuartel y
lo perdonaré.