Page 115 - Diario de guerra del coronel Mejía
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mal visto en la milicia. Pero también admitía que no era difícil ver por qué su
madre se entendía más con el tío Manolo que con el tío Salomón. Con uno se la
pasaba riendo todo el tiempo y con el otro no, así de simple.
Fuimos a comer al Sanborns de los azulejos. Y hubo de todo. Hasta se destapó
una botella de vino para los grandes. Al Coronel le ofrecieron un dedito de
rompope que aceptó gustoso (sólo en Navidad le estaba permitido esto, así que
aceptó la licencia de la Generala sin chistar). A mí no se me concedió el permiso
puesto que se supone que estaba de servicio. ¡Vaya suerte!
Al final de la comida el tío Manolo pidió permiso para llevarnos a comprar un
helado a la Alameda Central. Para nuestra fortuna, ni el señor Mejía ni la
Generala se opusieron. Aunque, a decir verdad, el Coronel se sentía un poco
intimidado por su tío: aún creía que podía ser un espía.
Los señores Mejía se despidieron con gran efusividad del tío y lo conminaron a
que los visitara más seguido ahora que estaría de fijo en la capital (a partir de ese
día se iba a quedar con unos amigos artistas de la colonia Roma).
Caminamos un rato por la Alameda; compramos nuestras nieves y
contemplamos por un rato a los organilleros. El tío Manolo se dio grasa a los
zapatos y, cuando compró un ejemplar de El Universal, sugirió que nos
sentáramos en una banca.
Recuerdo que fue en esa banca cuando el tío Manolo, barquillo en mano, tuvo
con su sobrino esa pequeña plática que le movió al Coronel todo por dentro.
—¿Éste es tu libro favorito, Poncho?
Tomó el libro de estrategias del Coronel y lo contempló. Como sabemos, era un
regalo del almirante Salomón. Y el Coronel estaba orgulloso de él.
—Sí, El arte de la guerra de Sun Tzu. Sin él, es imposible ganar una batalla —
respondió.
—Todos tenemos un libro favorito. ¿Quieres saber cuál es el mío?
El Coronel sólo se encogió de hombros.
—Se llama Peter Pan —dijo el tío Manolo.