Page 163 - Diario de guerra del coronel Mejía
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—El valor de las palabras es infinito, hijo. Recuérdalo. Siempre podrás

               convencer más con un buen argumento que con un buen golpe. La mejor manera
               de acabar definitivamente con tus enemigos es convirtiéndolos en tus amigos.

               Era siempre frente a un tablero de ajedrez cuando el Coronel recordaba el

               momento en que habían llamado a la puerta del departamento en aquel edificio
               blanco tan bonito. El momento en que el señor Matsui abría. El momento en que
               su padre se presentaba. El momento en que él, descalzo, entraba a la habitación
               de Ryoji.


               —Hola.

               —Hola.


               —Te traje un regalo.


               El momento en que Ryoji colocaba su regalo con los otros caballos de su
               colección. El momento en que todos regresaban a la fiesta, los adultos
               conversando, los chicos intercambiando experiencias a su lado.


               En aquéllos, los años cuarenta, había, en verdad, muchas costumbres que hoy se
               han perdido. Había cinco comidas al día: desayuno, almuerzo, comida, merienda
               y cena. Los bailes y las fiestas terminaban a las nueve de la noche. Los
               compromisos de noviazgo eran de dos años, como mínimo. Los hombres
               acostumbraban llevar sombrero y siempre se lo quitaban en presencia de una

               mujer. Había un sentido de buenos vecinos entre las personas. La ciudad era otra.
               La vida era otra. Pero no por eso se aplica aquello de que “todo tiempo pasado
               fue mejor”. En aquéllos, los años cuarenta, se vivió una de las peores guerras
               que ha vivido la humanidad. Y guerras ha habido siempre, desde el principio de
               los tiempos hasta las recientes en el Oriente Medio. El problema está, pues, en el
               espíritu de cada hombre, no en los tiempos.


               Los años siguieron su curso. Y el Coronel, como es de suponerse, creció. Un día
               dejó de soñar con piratas y hadas y osos con sombrero y cocodrilos con un reloj
               en la panza. Fue el día en que el tío Manolo dejó de saber todo lo que le
               acontecía sin tener que preguntárselo. El mismo día en que se dio cuenta de que
               el muchacho había dejado su lugar al hombre. Y es cierto que, ese día, le dedicó
               una pequeña lágrima al muchacho desaparecido. Pero lo bueno es que el hombre,
               que ya tenía capacidad de tomar decisiones por su cuenta, había escogido, desde
               hacía mucho tiempo, seguir la profesión que lo hacía sentirse mejor y más vivo.
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