Page 48 - Diario de guerra del coronel Mejía
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—¿Pero qué tonterías dices? —remató para entrar sin siquiera despedirse.
De manera similar nos fue con otros vecinos.
—¿Guerra, dices Poncho? —exclamó la vecina del 20—. ¿A poco estamos en
guerra? ¡Tan chico y tan mentiroso!
—¿Te volviste loco, niño? —gritó la portera, con los brazos repletos de encargos
de los vecinos y sin detener su paso.
—¡Pero si Alemania está muy, pero muy, muy lejos! —dijo el del 4,
desanudándose la corbata y pasando de largo.
Esto, como es de suponerse, no le hizo ninguna gracia al Coronel. Pero él ya
sabía que los civiles no tienen ni idea de lo que deben hacer los soldados para
poder protegerlos de las fuerzas enemigas. Por eso no se desanimó. O bueno sí,
pero sólo un poco.
Lo cierto es que ningún vecino quiso aprenderse ningún santo y seña. Y eso que
habíamos pensado unos muy buenos que se nos ocurrieron de canciones de Cri-
Cri. Nosotros debíamos decir: “Van los soldaditos llenos de valor” y el vecino
tenía que contestar: “En la panza le pegan de palos al sargento Barrigón” para
poder entrar.
Pese a todo, seguimos en la puerta hasta que empezó a anochecer. Y aunque eso
de montar guardia puede ser lo más aburrido que existe después de sentarse a ver
crecer el pasto, ninguno se quejó. Pero sé perfectamente que cualquiera de los
dos hubiera preferido estar jugando en el patio, que paradote en la puerta
contando los tranvías.
Para nuestra fortuna, de uno de estos tranvías (el número ocho que contamos) se
apeó la señora Mejía, y aunque el Coronel quiso convencerla de la enorme
responsabilidad de su deber, todo el mundo sabe que a la señora Mejía nadie le
gana una discusión ni poniéndose muy listo.
—¡Y un cuerno! ¡Ahorita mismo te me vas a la casa a bañar, Alfonso, que ya es
muy tarde! ¡Qué guardia ni qué guardia!
Eso, naturalmente, puso fin al estoico emplazamiento militar de esa tarde.