Page 52 - Diario de guerra del coronel Mejía
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En la misma cuadra, sobre Avenida Chapultepec, estaban la escuela primaria, el
               consultorio del doctor Baledón y una panadería. En el callejón Francisco de
               Garay estaba la iglesia de San Pedrito, que es imposible distinguir desde la calle

               porque está oculta en un edificio (en una época de la historia de México se
               persiguió duramente a los curas y a los que oficiaban misa, por eso la iglesia está
               escondida).


               El Coronel y yo hicimos guardias de todo tipo en la puerta del edificio de la
               vecindad, y no fueron fáciles. Varias veces lo molestaban los niños llamándolo
               loco (entre otras cosas). Y en más de una ocasión se molestó tanto, que hasta lo
               vi apuntarles a las pompas con su rifle cuando éstos se alejaban. Me costaba
               mucho trabajo convencerlo de que un militar no puede agredir a ningún civil por
               mucho que éste sea impertinente y malagradecido.


               Una vez se atrevió a preguntarle a su padre si creía que a Napoleón le hubieran
               dicho loco alguna vez.


               —Yo creo que sí —resolvió el señor Mejía—, puesto que todos los locos de las
               tiras cómicas se creen Napoleón.


               La respuesta no le agradó mucho al Coronel. Él quería ser como Napoleón y no
               por eso creía estar loco. Luego, para acabarla de amolar, el señor Mejía agregó:


               —Pero el más loco de todos los locos es el tal Hitler.

               Esto hizo sentir todavía peor al Coronel. Hitler era el líder alemán, el que estaba

               matando a todos los judíos de Europa, el que quería dominar al mundo. Y el
               Coronel no quería ser comparado con él para nada. Se estremeció y se puso triste
               ante tal respuesta. Por eso el señor Mejía indagó a qué venía tanta pregunta.


               —Unos niños dicen que estoy loco por querer cuidar el edificio.

               —Ah. Ya veo —dijo el hombre, aspirando el humo de su pipa y esforzándose
               por no decir en su siguiente reflexión que la guerra mundial estaba muy, muy

               lejos—. Es que hay de locuras a locuras. También llamaron loco a Cristóbal
               Colón. ¿Y sabes por qué? Pues por creer en sí mismo; por sostener algo que los
               demás veían como una insensatez: que la Tierra era redonda. ¿Te imaginas la
               cara que pusieron los marineros de sus carabelas cuando apareció América ante
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