Page 52 - El hotel
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–¡Pero esto no es un hotel! ¡Esto es una casa de locos! ¡Usted, señora, no está en
un barco, entérese! ¡Y a la muchacha esta no le ha llegado ninguna carta! ¡Los
domingos no hay correo! ¡No hay correo! ¡Y los fantasmas no existen! ¡Además,
no se puede comer y cantar! Quien come y canta, algún sentido le falta. ¡Hasta
aquí podíamos llegar! ¡Esto no hay quien lo aguante! Este hotel tiene los días
contados. Mi informe no dejará duda.
Entonces, el abuelo Aquilino se levantó hecho una furia, con los bigotes
disparados y los ojos muy abiertos. Golpeó el suelo con el bastón. A todos nos
dio un poco de miedo por si golpeaba también al señor metomentodo, que se
había encogido sobre sí mismo bastante acobardado para ser un ladrón, la
verdad. Con mucha dignidad, el abuelo dijo:
–¡A usted sí que no hay quien lo aguante! ¡Nicanor, vamos!
Dio un silbido y se fue.
Todos tragamos saliva. El señor X suspiró aliviado por haberse librado del
garrotazo, y fue recuperando su tamaño a medida que el abuelo se alejaba y su
formidable figura se empequeñecía.
–¿Nicanor?, ¿quién es Nicanor? –preguntó amoscado.
Pero nadie le respondió porque todos estábamos trastornados. Había que ver la
mirada afligida de la tía Azucena y del tío Servando, de Manolo y del forense
Currito. Por no hablar de la tía Juanita, tan joven, y de mamá Leo, tan vieja, con
las ilusiones hechas añicos por culpa del ladrón de guante blanco. Miramos al
señor Aguado esperando que se levantase para ir a la estación, y entonces caímos
en la cuenta de que ya no iría porque ahora era un vasco el que anunciaba la
marcha del tren de Orense. Todo nuestro mundo se estaba desmoronando.