Page 47 - El hotel
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EL DOMINGO
AQUEL DOMINGO fue el comienzo de la gran hecatombe.
Yo hasta entonces no sabía el significado de la palabra hecatombe. Si tú no lo
sabes, puedes buscar la palabra en el diccionario o esperar, porque ahora lo vas a
saber.
Mis hermanos y yo pusimos la mesa. Después subimos al cuarto del señor
Aguado y nos dio la paga, como siempre, aunque más circunspecto que otras
veces, esa es la verdad. Con el ruido de la calderilla en los bolsillos, regresamos
al comedor. Ya estaban los tíos y las tías sentados a la mesa, y también Currito,
venga a hablar del salmorejo y de la tacita de plata, y los canadienses tan
sonrientes que parecían chinos, en lugar de canadienses.
–Sale conejo y paquita la vaca –decían.
Y era «salmorejo» y «tacita de plata», por si no lo habías entendido, pero no sé
por qué ese domingo no nos hacía tanta gracia. Había en el aire como un
presagio, y era a causa de los pasos que se escuchaban en el corredor, como a
trompicones, cada vez más cerca hasta alcanzar la sala.
Y allí estaba: el señor X.
Nos sonreía desde la puerta con sus guantes blancos y su bigote y sus ojillos
suspicaces. Enseguida entró corriendo la tía Juanita, apretando contra el pecho la
carta de Faustino y sonriéndonos con esperanza. Con las prisas zarandeó al
metomentodo, que tuvo que recomponer su pequeña figura para no parecer un
poco ridículo y, brincando, fue a sentarse a la mesa con nosotros. El señor
Aguado también llegó, deprimido y sin monóculo desde lo del tren de Orense. Y
ya estábamos todos menos mamá Leo, que siempre hacía su aparición a mitad
del primer plato.