Page 56 - El hotel
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Mi madre, que tiene los ojos más negros y más lánguidos de toda la familia, me
               sonrió resignada. Entornó aquellos ojos suyos y yo la admiré porque hay que ver
               lo guapa que es mi madre, resignada y todo.


               –El hotel anda en dificultades. No ganamos suficiente dinero con nuestros
               inquilinos y tenemos una deuda, Paloma. Si el señor X hace un informe negativo
               de nuestra capacidad de ganar dinero con el hotel, el banco no querrá darnos

               crédito. En ese caso, no quedará más remedio que vender la casa y repartir el
               dinero entre todos los tíos para empezar una nueva vida.

               –¿Entonces no es un ladrón?


               –No, hija, no, cómo va a ser un ladrón. Es un trabajador del banco.


               Me quedé tan blanca que es posible que alguien que pasara por allí en ese
               momento hubiese creído que me había vuelto fantasma, como los bisabuelos.
               Tuve que apoyarme en la pared y tragar saliva. De pronto odiaba a aquel hombre
               menudo, que no tenía siquiera altura para ser un ladrón, que era un simple
               trabajador del banco del que dependía, encima, el futuro del hotel.


               –¡Maldito! –dije entre dientes, levantando un poco el puño.


               Entonces mi madre trató de sonreír otra vez y pasó su mano por mis cabellos.


               –Entre todos intentaremos convencer al señor metomentodo de que este hotel
               tiene mucho futuro. Ya verás como lo conseguiremos, Palomita.


               Pero su voz no sonaba muy convincente. Y odio que me llamen Palomita.


               Me fui enfurecida, golpeando bien fuerte el suelo para demostrar mi rebeldía.
               Aquel bichejo del señor X había venido para robarnos las ilusiones, la familia, el
               hotel y el futuro. ¡Claro que era un ladrón, un caco, un bandolero, un malhechor!
               ¡Y de los peores! ¡Algo había que hacer!


               Para empezar, comencé a mirarlo con mucho rencor cada vez que me cruzaba
               con él. El despreciable señor X trataba de sonreírme y se quedaba siempre con
               un gesto como si se le hubiera atragantado una aceituna. Se le veía en los ojos
               que estaba inquieto o incómodo, y yo sonreía satisfecha por haberle
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