Page 61 - El hotel
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Pero mucho peor era lo de mamá Leo, que en esos días había envejecido una
barbaridad. Ya no salía, estaba siempre sentada en la butaca con la vista fija en
los cristales, donde se sucedían la lluvia y el sol, la noche y sus polillas. La tía
Azucena le decía que no se pusiera así de tontona, que en menos que canta un
gallo el barco volvería a emprender ruta, y esta vez hacia Groenlandia.
–¿O no ha querido usted siempre conocer Groenlandia, doña Leonor?
Pero mamá Leo no levantaba la cabeza ni se le iluminaban los ojos. Una tarde,
perdida en sus ensoñaciones, murmuró:
–Ya me decía mi Leocadio que yo nunca haría un crucero.
Todos nos sobrecogimos, y al señor Aguado, nuestro notario, tan sensible desde
el cambio de voz del tren de Orense, le tembló la barbilla y se le escaparon
algunas lágrimas monóculo abajo. Hasta los canadienses, que parecían no
enterarse de nada, estaban como apagados y ya no corrían a coger el teléfono.
Todo parecía haberse transformado en el hotel. Incluso dejé de sentir aquel aire y
aquella presencia dulce que era mi padre, y me sentí de nuevo completamente
abandonada.
Todas nuestras ilusiones se esfumaban como el humo del que estaban hechos los
bisabuelos.
Una noche, hundí la cabeza en la almohada y lloré por mi padre muerto y por
aquel nuevo mundo que estaba desvaneciéndose ante mis ojos. Y entonces, muy
bajito y muy cerca, escuché:
No llores, no, que la vida es muy breve.
Todo se pasa como una sombra leve,
ea que se vá...
Duérmete né que les xanes del río