Page 91 - El hotel
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               EL DE ORENSE






               HABÍA QUE RECONOCER que se respiraba cierto nerviosismo en el ambiente.
               Nos habíamos pasado toda la mañana preparando la comida. Mis hermanos,
               Goyo y yo pusimos la mesa del comedor como si fuera domingo y hasta el
               notario nos dio la paga. Hacía sol y la luz entraba a raudales por la ventana.


               –¿Y si nos cae gordo? –preguntó la tía Juanita, que en el fondo tenía un poco
               atragantado al señor X.


               –Bueno, bueno, habrá que contenerse. Debemos darle otra oportunidad –el
               abuelo Aquilino trataba de ser sensato.


               –¿Y si a Nicanor le da por ladrarle como un loco? –preguntó la tía Azucena con
               mucha guasa.


               El abuelo se puso a silbar ignorándola.


               Al fin, todo estuvo listo y nos sentamos a esperar. El tío Manolo punteaba el
               suelo con un pie, nervioso, y también el forense, pero a un ritmo más flamenco.


               Entonces sonó el teléfono.


               Todos nos miramos. Hasta los canadienses. Y antes de que pudiéramos
               reaccionar, se lanzaron a cogerlo. Por aquellos días todavía seguíamos
               preguntándonos por qué los canadienses se afanaban tanto en responder al
               teléfono. Cuando supimos su secreto, lo comprendimos.


               El que había cogido el auricular escuchaba muy atento. Después, tapándolo con
               una mano, dijo:


               –Es para el de Orense.
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