Page 93 - El hotel
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LA COMIDA
AL FIN SONÓ EL TIMBRE y corrimos a abrir. Tratamos de portarnos con
mucha corrección. El señor X venía repeinado, con el bigote brillante. Sujetaba
con los dedos índice y pulgar, bien enguantados, las cintas que ataban un
paquetito.
Nos pusimos de nuevo en fila india y le fuimos dando dos besos por turnos.
Cuando le tocó a la farmacéutica, el señor X se puso colorado hasta las orejas y
gritó:
–¡Bueno, ya está bien! ¡Basta de formalidades! ¿Dónde dejo los milhojas?
Seguía sujetando con los dos dedos el paquete y estaba tieso como una estaca.
Alguien, creo que la tía Amalia, se llevó los pasteles y nos sentamos todos a la
mesa. Con tantas idas y venidas, mamá Leo estaba un poco desconcertada, pero
sonreía y se había puesto colorete y hasta sombra de ojos.
Comimos con mucha formalidad, y ni Currito ni el tío Manolo cantaron una
estrofa. No sé por qué salió a relucir la historia del señor Aguado y el tren de
Orense. Con tanto lío, lo habíamos olvidado todos menos el abuelo. El señor X
escuchaba atentamente, y se enjugó los ojos con sus guantes blancos, a
escondidas, pero todos le vimos. Es posible que el amor del notario y Marineli le
recordase a Marie Cecereu. También la tía Juanita observó este enternecimiento
del gorrión y trató de probar suerte.
–¡Hoy he recibido una carta! –dijo con la voz un poco aguda.
«Ji, ji, ji», la risa del señor X llenó el comedor y la tía Juanita se enfurruñó.
Todos miramos contrariados al metomentodo. Él pidió perdón, pero no podía
dejar de reírse y la farmacéutica, la muy bruta, se contagió y ahogó también una
risita.