Page 21 - Puerto Libre. Historias de migrantes
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invisibilidad, aunque con pocas esperanzas de salir bien libradas de la tormenta

               que se avecinaba. Yo no sé a qué se deba, pero es un mal mundial, y pensaría que
               incluso los marcianos o los venusinos lo padecen: cuando los grandes se pelean,
               a los chicos siempre les toca algún guamazo. No importa si el problema es la
               carencia de trigo o lo cara que está la carne: uno, como hijo, debe asumir la
               responsabilidad de que alguna vela habrá prendido en el entierro. No se sabe
               bien cuál. Yo por eso tenía bien claro que de grande iba a tener como siete
               chamacos. Así, mientras uno iba a la tienda a comprar la mitad de las cosas de la
               lista que se me habían olvidado completamente un rato antes por estar
               chismoseando con las otras señoras del mercado, los demás podrían hacer las
               labores domésticas o sufrir algún tipo de penitencia adelantada por la travesura
               que, segurito, iban a cometer.






               EL CONFLICTO:


               El que sea. Mi mamá y mi Yaya siempre supieron cómo tener alguno muy a la
               mano. Si la una decía “atole”, la otra que “champurrado”; si era cosa de ir, a una
               de ellas le daba por regresarse. En el caso que nos ocupa, yo creo que se trataba
               de pura y simple aburrición.






               —Ya se puso negro el cielo, ¿verdad? —preguntó mi Yaya, dizque olisqueando
               el ambiente.


               —No. Nomás se nubló tantito —respondió mi mamá mientras atestiguaba que
               unas nubes oscuras y densas empezaban a cubrirlo todo.


               —Pues no te creo. Va a llover. Es más, en media hora, a más tardar, empieza el
               aguacero, ¡bendito sea Dios! —dijo la Yaya agradecida con el altísimo cielo y
               sus milagros meteorológicos. Y lo dijo, supongo, porque ya estaba harta de ese
               calorón que la dejaba sin la mayor de sus diversiones: ver pasar gente en la calle.
               Y no, no está mal el verbo. Mi abuela los veía a todos aunque desde los catorce
               años los ojos solo le sirvieran para mirar hacia adentro.


               Mi Yaya decía que mi mamá y yo éramos sus ojos, o al menos lo eran nuestras
               muy detalladas descripciones de lo que pasaba en la calle. De Mi Hermana no
               decía nada porque ella nunca ha sido de fiar; como nunca se ha enterado de nada,
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