Page 32 - Puerto Libre. Historias de migrantes
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Mientras tanto,en el otro lado…






               EL AEROPUERTO Intercontinental de Houston lleva por nombre IAH y es

               igual de aburrido que todos los aeropuertos. Solo tiene dos gracias: fue el
               primero que conocí y fue el encargado de recibir en suelo gringo los cansados
               pies de mi papá, que venían hinchados de tanto estar sentado en el autobús que
               lo transportó por medio México hasta llegar a la frontera, donde finalmente tomó
               el avión que lo conduciría a los dólares y la riqueza extrema.


               La comunidad de mexicanos en Estados Unidos tiene una especie de reglamento,
               cuyo primer y más importante artículo suele cumplirse al pie de la letra: hacer
               todo lo que se pueda (o más) por los recién llegados.


               Mi papá, como dice mi Yaya, cayó en blandito.


               Llegó con la familia política de una hermana, pero eso no importa porque de
               todos modos no los conocía, nunca los había visto y el único contacto que había
               tenido con ellos fue una llamada telefónica en donde se hicieron las
               presentaciones, le dieron instrucciones para llegar y le avisaron que quizá los
               primeros días iba a estar un poco incómodo.


               Mientras que mi mamá se imaginó que la incomodidad iba a consistir en que su
               esposo tuviera que dormir en la calle, rodeado de perros hambrientos y ratas
               rabiosas, yo pensé que lo pondrían a barrer, trapear y sacudir, que es la forma de
               infierno que a mis ocho años yo más temía. Mi Hermana no pensó nada porque
               creo que no sabía exactamente qué significaba la palabra incomodidad y
               tampoco la consideró tan importante como para averiguarlo. La Yaya opinó que
               estaban todos locos y se fue a prenderle una veladora al Santo Niño de Atocha,
               patrono de las causas desesperadas.


               Pero la incomodidad se reducía a tener que compartir la recámara con dos niños
               muy preguntones, muy platicones y muy simpáticos que hablaban en puritito
               inglés y eran los nietos del dueño de la casa.
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